miércoles, 29 de julio de 2015

El paso de Venus por Monterrey 1882. (Segunda Parte)

La relación de viaje de Albert Lancaster Inspector del Observatorio Real de Brucelas.


En esta segunda parte de la relación de viaje de Alberto Lancaster transcribo la traducción del texto referente a la estancia en Monterrey. Desde su llegada el 19 de Diciembre de 1882. 

A los lectores más entusiastas les recomiendo ir directamente al documento PDF que comparto al final. Allí encontrarán la relación completa desde la su salida de la ciudad de San Antonio, un día antes, la descripción del camino desde Laredo hasta Monterrey y su estancia en la ciudad que enseguida transcribo aquí.

Lancaster escribe:

"Monterrey, capital del Estado de Nuevo León, es una de las ciudades más importantes del Noreste de México. Su población estimada es de unos 20,000 habitantes. Como su nombre lo indica, está rodeada de montañas, que se encuentran al Este, al Sur y al Oeste.

Al Norte  y al Noreste se abre un valle inmenso, cubierto en parte con campos muy fértiles con varias pequeñas ciudades y numerosos pueblos. Un río bastante amplio, el San Juan, cruza por el sur la ciudad de  oeste a este. Lleva aguas profundas y revueltas en verano. Pero en invierno es generalmente casi seco.  Es así como me tocó observarlo en la última quincena de diciembre de 1882. En ese momento estaba desde hacía  tiempo sin  agua, ya que su lecho llevaba el rastro de varios caminos que iban de una orilla a otra, formados por el paso continuo de los peatones y de vehículos de todas las clases.

La propia ciudad está situada sobre la margen izquierda del  río San Juan. A lo largo de la rivera derecha se ven escalonadas las chozas de la población india. Estas chozas, hechas de troncos de caña de azúcar y cubiertas de paja, recuerdan  en parte las de los negros del África ecuatorial. Casi no hace falta añadir que tienen una apariencia muy pobre.

Las criaturas que habitan en estas chozas tienen un exterior sucio y miserable; una multitud de perros y algunos cerdos se revuelcan entre ellos.

Estos indios gozan de una muy triste reputación. Me los describieron como si formaran sólo una banda de  asesinos y ladrones a los que era prudente no acercarse al caer la noche.  Sin embargo yo tenía  la curiosidad de explorar. Recorrí el pueblo en toda su longitud, no sin suscitar un vivo interés entre sus habitantes y sin alarmar a los perros y a la gente a mi paso.  Pero llegue al final sin problemas. Encontré, ciertamente, muchas caras ambiguas, pero no me inquieté de ninguna manera.



La impresión que experimentamos al entrar a Monterrey, la noche de nuestra llegada, fue profunda. Nunca olvidaré la calma de estas calles casi desiertas, de las casas pesadas y masivas, semejando  prisiones por sus ventanas llenas de grandes barrotes de hierro.

Me parecía penetrar en una ciudad muerta o en un gran beguinaje[1] . Tenía aún los oídos llenos del ruido y la algarabía de San Antonio, al que habíamos dejado hacía menos de 24 horas. Aquí todo era silencioso: no había un grito, ni el menor ruido de un carruaje. Por allí había un hombre o una mujer, descalzo, pasando como una sombra, a lo largo de las casas, rápidamente, disimulándose lo más posible.

Aunque miraba cada cruce de las calles con la esperanza de descubrir alguna esquina que tuviera un rasgo de vida u ofreciera un poco de movimiento no encontraba nada, absolutamente nada. Sólo en el Hotel Iturbide, donde mis camaradas y yo descansamos,  nos dimos cuenta, por fin, de que Monterrey  no era una ciudad completamente abandonada.

Mucho  antes del atardecer,  las cosas cambiaron de cara; paseándome un poco  al azar  llegué a uno de los lugares principales de la ciudad, donde se tenía una clase de feria, y encontré allí a una muchedumbre ruidosa y llena de entusiasmo.
La ocasión servía muy bien para hacer un estudio de las costumbres locales. Se llenó todo el perímetro del lugar de pequeñas tiendas donde se apilaba un numeroso público. En todas se jugaba con entusiasmo.

El juego preferido era la lotería. Nada era más curioso y más interesante que la imagen de esta gente con sus trajes pintorescos, sentada en filas apiñadas alrededor de grandes mesas, iluminadas por una o dos lámparas humeantes. Los ojos brillando con la esperanza de ganar.  Estaba allí el tosco con el reflejo de salvaje en su mirada; su actitud y su gesto indicaban un entusiasmo nervioso intenso, apenas contenido por los visibles esfuerzos de la voluntad. A veces estallaban repentinamente peleas violentas sin motivo: un desacuerdo  con respecto al número ganador,  un reclamo  al dueño de la tienda. Parecían estar decididos a llegar a las manos,  pero los demás jugadores  quienes no estaban perjudicados  por el asunto, imponían inmediatamente silencio a los pendencieros y se establecían nuevas partidas rápidamente.  En algunos de estos puestos se hacían apuestas altas.  Las mesas se cubrían de pesos (monedas de plata con valor de 5 francos), incluso monedas de oro. Un hecho curioso: la gran mayoría de estos fanáticos a la lotería no conocían los signos de los números, éstos eran sustituidos por pequeñas viñetas, como en nuestro “juego de la oca”[2]. Al centro de la plaza se hallaban algunos paseantes, seguramente reducidos a este papel más tranquilo y modesto por el estado precario de su bolsillo o por la mala suerte. 

Vestidos con mucha gracia en sus amplios mantos de diversos tonos,  la cabeza cubierta con grandes sombreros portados orgullosamente, hablaban entre ellos en grupos con animación y vivacidad extraordinaria, conservando siempre en su paso y en sus movimientos, esa distinción y esa elegancia nativa que le es propia al pueblo de raza española.

Las muchachas y las mujeres permanecían sentadas sobre grandes losas de piedra, colocadas de tanto en tanto por todo el rededor de la plaza a manera de bancos.

Como se hacía tarde, pensé en recogerme al hotel, pero no sin antes  beber un vaso de mezcal, licor del que me habían hablado bastante en San Antonio y que se asemeja mucho a la ginebra por su gusto y su color. Es otro producto de la destilación de la savia del maguey.

Paseando por las calles desoladas, observé que las ventanas no tenían vidrios, hecho que había escapado a mi atención algunas horas antes, en el momento de nuestra llegada. Se podía así ver perfectamente todo lo que pasaba en los cuartos iluminados  de la planta baja: en algunas casas, donde había tertulia o recepción, grupos de señoras conversaban entre ellas meciéndose en sus mecedoras o butacas.

En los apartamentos no iluminados, los moradores estaban generalmente sentados tras los barrotes de las ventanas.  Estas sobresalen hacia la calle como nuestros balcones y aproximadamente no más de 50 centímetros sobre el suelo. Están de alguna manera, sobre la vía pública.

De noche se cierran estas Puertas-Ventanas mediante unos postigos.

También me llamaron la atención los recorridos  de los serenos,  pues sus linternas eran como pequeños faroles brillando en las esquinas de las calles.
Estos vigilantes lleven en las manos una piqueta que hace resonar sobre el pavimento a intervalos. Por lo general se sientan en la acera y colocan sus linternas sobre el piso delante de ellos. Y están repartidos de tal manera, que ninguno de los hombres  tiene a la vista dos de sus colegas; por esta táctica la alarma o señal dada en un punto se puede transmitir rápidamente por toda la ciudad.

Tuve la oportunidad algunos días más tarde, pasando bajo la custodia policial, de asistir a la inspección de los cuerpos de vigilancia. Estaban alineados en dos filas, con sus piquetas en una mano y la linterna en la otra. Al terminar la inspección, se dispersaron para regresar a puestos respectivos. Fue un espectáculo muy curioso.

Al día siguiente, salí temprano a la calle para tener un mejor conocimiento de los diversos barrios de Monterrey.

Mi primera visita fue al parque de Zaragoza, que forma una admirable Plaza de amplias dimensiones, provista de bellos árboles, entre los cuales dominan magníficos naranjos. En el centro de la plaza se aprecia una preciosa fuente en mármol.

La Plaza está limitada por un extremo por el Palacio gubernamental, un edificio de grandes dimensiones y de apariencia más bien insignificante en la que se reúnen diversas administraciones civiles y judiciales. El extremo opuesto lo ocupa, en parte,  la catedral.  Cerca a ella se observa la oficina de correos.  Casas particulares, almacenes y cafés rematan La Plaza de Zaragoza a derecha e izquierda del Palacio.

Voy a ver primero el ayuntamiento y la corte.  Empleados muy amables me hacen pasar por un conjunto de oficinas y me dan alguna información interesante sobre la organización de los poderes municipales en México.  Me enteré,  entre otras cosas,  que todos los cargos electivos son absolutamente gratuitos en este país.

Asistí  también a una sesión del tribunal. Los acusados permanecen de pie al fondo de la sala mantenidos a raya por hombres de la policía. Los jueces y los abogados van vestidos  de civil al igual que en los Estados Unidos.

De allí, me dirijo a la catedral, que, sin ofrecer nada de notable, merece, sin embargo, una visita.

Voy a continuación a la oficina de Correos,  pero la hallo cerrada. Se me dice que así está diariamente de doce a una. Regreso después de una hora con el deseo de adquirir algunos timbres para las cartas que se dirigen a Europa. Pero el empleado me explica, para mi gran asombro,  que en México se prohíbe la venta de  los sellos de correo y que la correspondencia debe ser entregada en su totalidad en la oficina, que es quien estampa los timbres. Precaución singular, cuya utilidad o necesidad, aún hoy, no la puedo comprender.

La hora del mediodía en Monterrey es anunciada por un toque general de campanas. A esa hora la plaza está llena de gente y para los extranjeros hay entonces mucho material de interesante observación.

Puedo ver también que el mexicano tiene el pie de una pequeñez extrema.  Es apenas más grande que el de un niño entre nosotros, y a pesar de esta conformación parece natural, no presenta nada de desagradable.

También observo en la Plaza de Zaragoza, y por primera vez en mi vida, un oficial cojo. Sí, cojo, aunque el hecho parezca poco creíble. Este oficial, sin embargo, estaba de servicio activo, pues se hallaba encargado de varias compañías.  No obstante, el hecho no era demasiado sorprendente, dado el desaliño de la mayor parte de los militares de Monterrey. Nunca había conocido tropas regulares tan miserablemente vestidas, de aspecto tan negligente y de talante tan poco marcial.
Los policías no resultaban mejor librados respecto al uniforme. Me refiero a aquellos cuyas funciones me parecen similares a las de nuestros “funcionarios de ciudad”. Uno de ellos, con quien me codeaba todos los días, iba descalzo, tenía un pantalón de lino casi en harapos y una chaqueta de apariencia sucia  por el polvo y salpicada por numerosas manchas de grasa. 

Por la noche, la plaza ofrecía no menos animación que al medio día. El público era regularmente numeroso los días en que se escuchaba música militar. Durante el concierto, los hombres se paseaban alrededor de la plaza caminando en un sentido y las damas en otro. Todos ellos con el cigarrillo en los labios.

A mí, lo que me atraía cada noche hacia esta plaza,  era la perspectiva admirable enmarcada por montañas bajo el efecto de la clara brillantez de luna; estas montañas parecían entonces más cercanas y sus formas más gigantescas que durante el día; sus masas grandiosas se perfilaban con el cielo al fondo adquiriendo contornos raros y fantásticos. Una temperatura de una suavidad excepcional venía a añadirse al encanto de estas veladas nocturnas.

El mercado de Monterrey es también muy curioso para visitar. Allí es donde se pueden ver los tipos  más característicos del mestizo indio mexicano.  Frutas y legumbres de toda clase, la mayoría desconocidas en nuestras regiones del norte de Europa, se extienden sobre el suelo o en los estantes del mercado.

De las frutas que conocemos, hay allí naranjas de un sabor y una fragancia exquisitos. Nunca  había comido yo nada que se le iguale.

Muchos comerciantes ofrecen a la venta pequeños panes de azúcar llamados piloncillas [SIC]. Es una especialidad del norte de México. Estos piloncillas son pequeños conos de azúcar prieta, de un sabor muy agradable aunque un poco agrio.  Este azúcar es el producto inmediato del jugo de la caña cocido por los campesinos. Se hierve este jugo hasta el punto de espesarlo considerablemente, después se deja cuajar en sus moldes.

Una área del mercado está especialmente reservada a la venta de pequeños objetos de terracota, artesanías multicolores. Hay un gran comercio de estas pequeñas cosas, al igual que de la joyería en filigrana de oro y plata.


Después de dos días recorriendo y paseando por la ciudad de Monterrey en todas direcciones, estaba yo ansioso de ir a conocer las montañas que rodean ininterrumpidamente de este a oeste la rivera derecha del San Juan[3]. Uno de ellos en particular, una cumbre majestuosa predomina sobre las demás, llamó mi atención. Se le nombra Silla de la Señora[4] y, en efecto, su parte superior se asemeja a una montura amazona. Por la tarde, partí con la firme intención de escalar hasta la cima, pero tuve que abandonar este proyecto, reconociendo, después de más de una hora de camino, que estaba aún muy lejos de la base. El aire es tan puro en este país, que los objetos situados a varias leguas parecen muy cercanos, y uno se desorienta a la hora de calcular la distancia con puntos de referencia lejanos.

Por tanto me vi obligado a renunciar a ascender a la Silla, y remonté a una montaña menos distante y con menos altitud. Después de una hora de esfuerzo, llegué al final de mi escalada y presencié un espectáculo de belleza incomparable que me mantuvo cautivado por largo rato. Vi a mis pies más de 20 villas y ciudades, comenzando por Monterrey, cuyas casas pintadas de rojo, amarillo, azul y verde, todos los colores del arco iris,  colocadas de forma que contribuían a formar una composición muy extraña, muy original, pero también muy pintoresca. Esta antigua ciudad mexicana, se mantuvo por varios siglos sin ningún tipo de relación con otros pueblos e incluso con las regiones sureñas y más civilizadas de México. Tiene un cierto aire oriental cuando se la contempla a distancia y desde cierta altura. Aún hoy, a parte de las vías férreas y los visitantes del Hotel, nada se asemeja a los Estados Unido o a Europa.

El valle de Monterrey se despliega hacia el Noreste de la ciudad, y va estrechándose a medida que avanza hacia el Norte. Abajo Monterrey se extiende aproximadamente unas 30 leguas, más allá, la distancia varía entre 5 y 6 leguas. El roble y el nogal, el plátano, la naranja y la piña crecen rodeados de inmensos campos de trigo y maíz y de enormes plantaciones de caña de azúcar y maguey. Este valle es famoso por su belleza, su fertilidad y por saludable.

Hacia el sur se extiende una cordillera de montañas elevadas, de tonalidad azul oscuro y de picos escarpados. En un cierto punto esta cadena montañosa cambia bruscamente hacia el SSO. Este cambio de dirección me permitió apreciar parcialmente el Valle de Saltillo y la mayoría de las villas allí escalonadas.

Mientras daba rienda suelta a mi admiración en el puesto de observación donde me encontraba, vi avanzar rápidamente en el horizonte un buitre de grandes dimensiones. De una especie muy común en las praderas de Texas.  Al principio no le presté atención, pero un segundo, después un tercero y en fin, un cuarto buitre aparecieron  por distintos lugares, todos dirigiéndose hacia la montaña donde me hallaba tan tranquilo en una quietud casi absoluta.  Mi curiosidad se despertó poco a poco y pronto dio paso a una verdadera sorpresa ya que vi que esas enormes aves de rapiña, se habían multiplicado considerablemente formando una parvada sobre mi cabeza, planeando y acercándose considerablemente a mí. Pensé de inmediato que habría algún animal muerto en los alrededores, pero finalmente me di cuenta que era mi propia persona  el objetivo de estos  molestos visitantes y venían hacia mí.  El estado de inmovilidad en el que estuve por tanto tiempo contemplando el espléndido panorama del Valle de Monterrey los habría evidentemente engañado.  Pensarían que había pasado de la vida a la muerte y me habrían considerado así digno de su codicia. En un momento muchos de ellos llegaban rondando tan cerca de mí, que los hubiese alcanzado fácilmente con un palo. Sus alas desplegadas eran de proporciones aterradoras y con el rápido movimiento que llevaban me hubiera podido tumbar de un golpe por el suelo. Tuve que hacer ruido y lanzarles unas piedras para mostrarle, a esos enemigos improvisados, que estaban alborotados innecesariamente.

Es sabido que los buitres nunca atacan a los seres vivos. Así que yo no estaba preocupado de ser atacado por esa banda que me había molestado de manera tan desagradable. Sin embargo, juzgué más prudente retirarme de ese lugar en el que mientras se admiraba el paisaje era necesario hacer gesticulaciones para evitar el contacto con esas aves de rapiña. Llegué, no sin dificultades, a un estrecho valle de gran belleza  y después llegué a un camino que conducía directamente a la ciudad. Era el 25 de Diciembre, día de Navidad. El clima estaba genial. Era un calor seco, picante, muy tolerable aunque la temperatura a la sombra marcaba más de 35º C.

El sol no incomoda jamás en estos países donde el aire contiene poco vapor de agua.

El día siguiente fue dedicado a diversos paseos y excursiones. Nos trasladamos en coche, por la mañana, hacia una pequeña villa a 7 kilómetros de Monterrey, y muy cerca de varios manantiales de aguas sulfurosas que brotan al pie de las montañas. Estos manantiales no son aprovechados, sólo  se les visita por curiosidad a pesar de que dos o tres de ellos son muy abundantes.

De allí fuimos a visitar el cuartel de artillería, instalado en los cuartos del antiguo obispado de la provincia, en la parte más alta de una colina muy empinada. Los caminos que conducen hacia él están cubiertos de una capa de polvo fino, que los caballos alborotan bajo sus cascos. Vamos constantemente en medio de una sofocante nube, tan compacta que nos impide distinguir cualquier cosa a 20 metros de distancia. Especialmente sobre la carretera Monterrey-Saltillo es donde nos encontramos incómodos por esta especie de simún, pues su efecto es impregnar toda nuestra ropa con una gruesa capa de arena amarillenta. Y parece que en esta temporada todos los caminos que seguimos, a lo largo de más  de 75 kilómetros, forman algo así como un verdadero río de polvo.

Llegamos por fin al cuartel, destino de nuestra excursión. Se nos permite la entrada. La mayoría de los hombres están en el patio interior, sentados en el suelo a lo largo de los muros, casi todos tienen una compañera al lado.  Otros grupos están ocupados en otros trabajos. El hombre limpia o repara algún objeto de sus pertrechos, la mujer  acomoda algunos artículos de su tocador. La escena es curiosa de observar. Entramos a los cuartos de los soldados. Tienen una apariencia pobre, creemos que el bienestar es completamente desconocido. ¡Qué contraste con nuestros cuarteles-modelo, en los que las instalaciones están limpias, bien cuidadas. Donde los hombres van bien vestidos y no tienen ese aspecto demacrado, miserable, que tienen los artilleros de Monterrey.

Regresamos a la ciudad un poco después. Me percato por primera vez de que ciertas casas tienen una bandera roja sobre sus puertas. Éstas son, al parecer, carnicerías, y la pequeña bandera roja les sirve de insignia. También me percato de varias tiendas grandes de paredes completamente repletas con estantes y bastidores desde el piso hasta el techo.  En estos estantes y bastidores están alineados metódicamente una cantidad de paquetes que contienen las mercancías más heterogéneas. Hay allí ropa, utensilios para el hogar, y muchas más herramientas. Estas tiendas son los Montes de Piedad. Se encuentran en cada esquina de la calle, y a veces, con un vistazo, se puede presenciar el epílogo de pequeños dramas íntimos o el prólogo de comedias divertidas. Yo vi un día entrar en uno de estos lugares a un hombre aún joven, acompañado de su mujer o su novia. Después de algunas negociaciones con el prestamista, el individuo se quitó la chaqueta y la colocó sobre el mostrador a cambio de unas pocas monedas que se metió en el bolsillo. Y salió en mangas de camisa, al parecer feliz y contento del brazo de su novia. Intrigado, los seguí  hasta que llegamos al lugar donde estaba la feria que he mencionado anteriormente, y donde la pareja se apresuró a colocarse bajo una de esas tiendas donde se juega a la lotería. Todo esto había sucedido de la manera más tranquila, como algo de lo más ordinario.  Se puede decir en verdad que la benevolencia del clima aquí, permite deshacerse, con esta desenvoltura, de la ropa. El rastro de estas aduanas locales está quizá destinado a desaparecer en un futuro más o menos cercano.
 
Después de la apertura de la línea de ferrocarriles que tiene una comunicación directa y constante entre los Estados Unidos y México, ha habido una inundación de aventureros yankees en el norte de este último país. Monterrey se encuentra al principio de la ruta y por eso ha retenido a un buen número de ellos. Vinieron a perturbar la paz secular de esta antigua ciudad, despertando bruscamente del entumecimiento en el que se encontraba sumergida durante tanto tiempo.  Hasta ahora, en efecto, la influencia americana solo está echando raíces. Los mestizos indio-mexicanos se desplazan silenciosamente entre sus casas como antes, sus pesados carros tirados por diez o doce bueyes, son además de 3 ó 4 carretones desvencijados, los únicos vehículos que se encuentran por los caminos y sus conductores, por miedo sin duda a perturbar la tranquilidad pública, casi no se atreven a alzar la voz para arrear a sus bestias. De vez en cuando lanzan un tímido “psst” que les es suficiente a estas dóciles bestias para animarlas a avanzar más rápido.

Los frijoles constituirán aún durante largos años, sin duda, el plato  principal, la base de todas las comidas.


Pero el americano, aun con lo poco que ha entrado en contacto con los habitantes de Monterey, ha ejercido ya, por diversos lados, una acción sobre su vida interior: los precios de los alimentos se han encarecido de manera sensible, se han abierto bares, los periódicos tejanos están comenzando a difundirse, la antigua y única hospitalidad  mexicana ha encontrado un competidor americano. Por último, detalle ínfimo pero característico: un pequeño bolero[5] de San Antonio se aventuró hasta aquí solo un poco antes de la época de mi llegada. Bajó del tren, no encontrando sino gente descalza o con sandalias. A pesar de su decepción, no ha abandonado el lugar. Gracias a los extranjeros, ha comenzado a ganarse la vida honestamente.
Todos estos hechos considerados aislados, e incluso juntos, no tienen mucha importancia aparente, pero son índices de cambio en la existencia futura de una población anclada hasta este momento, lejos de las agitaciones, de los movimientos y del progreso del mundo exterior.

Salimos de Monterrey el 27 de diciembre a las 8 de la mañana. La compañía fue muy numerosa en mi partida. Había sobre todo muchas damas y señoritas mexicanas muy alegres.  Apenas comenzar la marcha el tren, irrumpieron a cantar. El tiempo es bueno, aunque un poco nublado. Pasamos delante de Salinas y Villaldama. Después vi los desolados y silenciosos paisajes que continúan hacia el norte de México, la pradera tejana. Toda esta región es una belleza salvaje que provoca admiración.

Después de pasar Lampazos vimos a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros, una tropa de unos veinte o treinta jinetes. Cuando se encontraban más cerca de nosotros sus pintorescos trajes y la rapidez de su paso, atrajeron la atención de todos los pasajeros. Pareciera que quisiesen unirse al tren.  Éste entonces los supera hasta que se encuentran a unos cien metros distantes  de la vía férrea. Los veo disminuir el paso en este momento y finalmente desaparecer por la ladera de las montañas. ¿Qué harían tantos en medio de estos desiertos? Nadie me lo pudo decir, pero me enteré algunas horas después de que el personal del tren había recibido un aviso de que seríamos atacados por unos bandidos antes de llegar al Rio Grande. Seis hombres armados hasta los dientes se hallaban junto a los guardias y estaban listos para cualquier emergencia. El resto del viaje se completó sin ningún otro incidente y el 27 de diciembre, después de 24 horas consecutivas de camino por tren, estábamos de regreso en nuestra estación astronómica."  



[1] Los «beguinajes» (begijnhof en neerlandés) eran los lugares donde vivían las beguinas. Solían estar constituidos por una o dos filas de casitas unidas por corredores, enfermería e iglesia, por lo general, todo construido alrededor de un patio o jardín. Eran auténticos poblados dentro de una ciudad. Se encuentran sobre todo en Flandes y los Países Bajos
[2] Jeu de l'oie
[3] Rio Santa Catarina.
[4] Sic por Cerro de la Silla.
[5] “décrotteur”: lustrabotas

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente testimonio Jorge, gracias por compartirlo.
Muchos datos interesantes.
Me llama la atención la cantidad de villas que divisa desde el punto alto a donde fue a situarse para ver a Monterrey. Es interesante que la describa ya, como un pueblo multicolor, cuando años antes(1844) Manuel Payno hablaba de la blancura homogénea en sus construcciones.
Creo que magnifica un poco el problema de los indios, que para esa época ya cometían ataques muy esporádicos. Generalmente se les confundía con bandas de delincuentes o "desperados", comunes y corrientes.
Me llama la atención la foto o grabado de la plaza de armas de San Antonio, cuando aún parecía pueblo mexicano. Años después las construcciones se empiezan a "agringar" por completo.
Ese viaje que hace Lancaster desde San Antonio, lo hizo mi bisabuelo siendo muy joven a la inversa el mismo año, sólo para viajar desde Lampazos a la ciudad americana, y poder tomarse un tarjeta de visita en donde aparece medio maltratado por el viaje. Entonces debe de haber sido como ir al otro lado del mundo.
De nuevo, gracias por compartirlo.
Saludos.
Juan Crouset

Jorge Elías dijo...

Gracias Juan Crouset por tu comentario. ¿A dónde pudo subirse Lancaster para ver esos pueblos de los que habla? No lo sé. Pero es muy interesante y curioso. Muy interesante lo que dices de tu bisabuelo. ¿dónde puedo ver esa tarjeta de visita? A mi me gusta mucho esta historia del Noreste Mexicano y el sureste norteamericano. Me parece que sea un conjunto de sucesos que de alguna manera están en el pasado familiar de los regiomontanos. Yo tengo parientes del lado materno que han permanecido desde mucho tiempo en Texas. Gracias de nuevo por tu amable comentario, saludos.

Anónimo dijo...

Claro que sí.
Te he enviado una copia a eliasjorge4@gmail.com
Saludos.

J.C.

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