lunes, 26 de abril de 2010

Vida en el Viejo México 1902 (3a. y última parte)

Por Elizabeth Visere McGary

[Los mexicanos] Son gente de curiosas costumbres. El Señor aristócrata lanza piropos a la Señorita, aunque no se atreva a caminar con ella por la calle y ella piensa que aquellos piropos, dichos a alguna compañera mientras pasa, son un tributo de su feminidad. En sus hermosas plazas tropicales hay tres niveles de corredores, uno para peones, el central; uno para la clase media, y otro, el de afuera, para castellanos y todos los americanos. Las distintas clases se colocan en sus lugares y no osan cruzar un nivel más alto. Hombres y mujeres van en dirección opuesta sólo con el saludo “adiós” al pasar, aunque el amante peón llama a su “dulce corazón” para invitarla a sentarse en una banca bajo una palma, le declara su amor, mientras la música tierna es entonada dentro de la plaza – la inimitable música mexicana.

La gente se baña como un deber religioso el día de San Juan Bautista el 24 de junio y es un hecho bien comprobado que éste es el único baño del peón durante todo el año. A pesar de la vida fuera de casa que lleva, yendo a su jacal con piso de tierra sólo por la noche, no es difícil de creer que sus abluciones son muy escasas. Hombres, mujeres y niños se sumergen en el río durante este día y toman un largo y remojado baño. La Señorita de clase alta lava su cabello casi todos los días y va al centro de compras con su con los cabellos escurriendo por la espalda tipo sirena. Y al preguntarle si no tiene vergüenza, ella responde: “¿de qué? la gente sabe que me levé el cabello”. Y como resultado de ese frecuente lavado y airado es usualmente hermoso. Ellas saludan de mano a todos los dependientes de las tiendas al entrar y salir y conversan libremente, pero no se percatarán de la presencia de ningún dependiente si van por la calle, porque son sólo un poco más que sirvientes. En México todos los dependientes son hombres, así como quienes atienden la oficina de teléfonos, Después de hecha la compra, el dependiente hace un “regalo” aunque sea una fotografía perfumeada.

Los vegetales se comercian de casa en casa a lomo de burro, y una cocinara puede quizá comprar la mitad de un tomate, o un tallo de apio, tan pequeño como lo desee y disfruta mucho el regatearlo. El lechero pasea a su cabra por los pasillos de las casas de los clientes, y llena la medida de leche en la puerta de la cocina, recibe su paga y encamina a su “cabrita” a la siguiente casa. Los baúles se llevan de la estación en las espaldas de los mozos, inclusive una gran cama de latón o una estufa se llevará así por alguna de estas bestias humanas de carga.

Cada persona lleva el nombre de un santo y ese día es celebrado más que el cumpleaños. Enchiladas o tamales se sirven siempre el día del santo.

La gente es enterrada en un lote alquilado y si al final de dos años la familia es incapaz de renovar el contrato de renta, el esqueleto es exhumado y echado a un patio de huesos [¿?] público. Aquí en cualquier momento se puede encontrar la calavera del bebé de un peón al lado de la de un catedrático. No se hace diferencia de persona, quien haya fallado en pagar el alquiler recibe este tratamiento. Casas de empeño gubernamentales son un enviado de Dios para los “pobres”. Allí ellos pueden obtener dinero sobre cualquier cosa que posean, y cuando se vende el artículo, si es por un precio mayor que el del empeño, la plusvalía, menos un pequeño interés, es devuelta al dueño. Llaman a las casas de empeño: “Montes de Piedad”. Allí, lado a lado pueden verse los pantalones de algún peón y la montura de plata de la victoria de algún aristócrata orgulloso.


Los mercados o “parianes” son centros que atrapan el interés. Cualquier cosa desde un piano hasta un pichón es vendida aquí y a tu propio precio. En el mismo momento en el que uno ve un ramo de rosas (American Beauties) a 25 centavos, el mugroso muchacho de la carne ahuyenta a un perro callejero con un bistec y lo vende al primero que pase por un dólar, bistecs o chícharos, papas, arroz, heno, sogas, pollos, sombrillas, sombreros, aguacates, frutas, zapatos se encuentran uno cerca de otro. Es difícil elegir un camino ya que todo está abarrotado y los perezosos vendedores te jalan el vestido y te suplican que les compres y te sonríen dulcemente si no lo haces. Los americanos dan codazos por el camino a través de la muchedumbre cosmopolita, riéndose de las escenas, frunciendo el ceño con la mezcla de olores, regateando por una canasta brillante, o golpeando a algún “ratero” que intenta atracar a plena luz del día un libro de bolcillo.

En la Ciudad de México hay un “Mercado de ladrones” [mercado negro] oficial cuyos integrantes están en la calle todo el tiempo robando y donde se pueden encontrar increíbles gangas.♦

Aquí el artículo completo en formato PDF:
Vida en el Viejo México


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La versión original en inglés se puede leer aquí: Visere McGary, Elizabeth Life in Old Mexico en Olympian Magazine Julio 1903

miércoles, 14 de abril de 2010

Vida en el Viejo México 1902 (2a. Parte)

por Elizabeth Visere McGary


El cortejo es único, sentimentalmente cursi, pero interesante. Entre la gente aristocrática un hombre comienza un largo y continuado desfile ante la ventana, semejante a una reja de prisión, de la casa de una muchacha -la muchacha, cuyos oscuros ojos él añora-. Y este desfile de quizá varios meses, se mantiene día y tarde todos los días, no hay intercambio de sentimientos, nada hay entre ellos, sino sonrisas. Después de un tiempo él le manda una banda para que le den serenata a media noche, con piezas tan hermosas como “Lágrimas de Amor” y “Para Ti” porque no hay música en la tierra tan llena de amor y suspiros como la mexicana. Si ella aplaude la música, y usualmente lo hace, porque una doncella mexicana no da esperanzas a un hombre a la ligera, él, de pié a la luz de la luna tras los músicos, sueña un futuro sin tristezas, porque la próxima noche que vaya y toque con aplomo la aldaba de bronce de la puerta de su amada, será admitido en la presencia de aquella a quien ama y pudo no haber conocido, de su madre y padre. Ellos están allí para dar su consentimiento al compromiso y para estar de chaperones delante de la feliz pareja. Pronto ella pasea en su adornada victoria [carruaje] por la alameda (el parque favorito) junto con su conductor. Y entonces a su debido tiempo, se anuncia el compromiso y él manda un cheque por el monto que sea capaz para comprar el delicado ajuar, porque esto es una costumbre peculiar en México. Temprano por la mañana se casan, siempre hay una ceremonia un día y otra al siguiente, pero la novia raramente abandona su apellido de soltera por el de su esposo.
Hay un peculiar folclore en el vestido de todas las clases en México. El “peón” viste calzones muy atados a los lados con listones de colores brillantes, sandalias de cuero, una camisa áspera y un gran sombrero de pico, formado y decorado con terciopelo y oropel. Su enamorada viste una blusa brillante, corpiño corto, cabello trenzado entrelazado con listones brillantes y una mantilla siempre, que acomoda graciosamente sobre su cabeza y sus hombros morenos. Usualmente no usan chaquetas, excepto algunas cortas que llegan solo a medio codo y dejan ver sus perfiladas manos y brazos. La novia de clase alta usa un sombrero de seda, paños finos y zapatos brillantes en punta y es muy “elegante”. La señorita tras la ventana cerrada se viste con un estilo amplio y adornado y viste una mantilla de encaje blanco y transparente y estrechas zapatillas puntiagudas. Esta mantilla la usan todas las muchachas y mujeres de todas clases, difieren solo en la calidad.
La vida es cara para el aristócrata, y debe ser, necesariamente, barata para el peón que come sólo frijoles y tortillas. Sedas, bordados, encajes y linos son en comparación baratos; pero percales [mantas], organzas y todas esas cosas de uso femenino están por encima del alcance de cualquier bolsillo. Los percales se venden por metros a un precio que llega a 85 y 90 centavos la yarda. En el área culinaria, los productos americanos son preciados: manteca, harina, azúcar y productos enlatados se venden a precios ridículos y la mantequilla, no es infrecuente encontrarla a 90 centavos de dólar por una insignificante libra.
Hay casas en renta, aunque todas las familias aristocráticas son dueños de sus casas, de fabulosa construcción. En contradicción a esto el hospedaje es mucho más barato que en los Estados Unidos
Todas las tiendas tienen nombres como “Joy of the Meiden” [La alegría de la Doncella], “Way to Paris” [Camino a París], “The Fascination” [La Fascinación]; y la farmacia con el nombre de “Puerta al Cielo” está exactamente enfrente a la cantina que se anuncia con el título “Camino al Infierno”.
Toda la nación es Católica, su religión está inmersa en ella desde la cuna hasta la tumba. Desde el momento en que el bebé empieza a balbucear sus primeras palabras en ese lenguaje acogedor, su mamá lo lleva a la catedral y ante la Virgen María le enseña a rezar con un pequeño rosario. Los conductores que transitan por la calle, se quitan el sombrero y se persignan cuando pasan delante de la Iglesia, y pagan la mitad de sus ganancias a las manos pedigüeñas de sus bien alimentados sacerdotes vestidos de púrpura. De esta manera éstos son capaces de colocar coronas de joyas a la estatua de la Virgen María con un costo de varios cientos de dólares. Durante la Cuaresma los nativos son, por supuesto, más devotos, y las puertas de la Catedral nunca cierran. Figuras de cera de Cristo de tamaño natural, con las marcas de los clavos y sangrantes, yacen en un ataúd en todas las iglesias y, junto a él, la Virgen María vestida de negro, la viva imagen del desconsuelo con lágrimas de aceite en sus mejillas que parecen reales.
La gente se coloca o se arrodilla cerca, llorando alto sobre la atormentante escena. La mañana de Pascua cientos de campanas llenan el aire con su alegre repiqueteo por la resurrección de Cristo, y María, vestida de azul marino, ha perdido sus lágrimas de ayer, y hay una sonrisa de paz en su alegre semblante. Hay una escena de alegría en cada iglesia y aquellos que, de rodillas, escalaron algún monte para rezar al pie de la negra cruz, se encuentran ahora entre la gozosa muchedumbre, sin mancha debido a su peregrinación sobre las afiladas piedras y zarzas.
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La versión original en inglés se puede leer aquí: Visere McGary, Elizabeth Life in Old Mexico en Olympian Magazine Julio 1903

sábado, 10 de abril de 2010

Vida en el Viejo México 1902 (primera parte)

La escritora americana Elizabeth Visere debió visitar México entre 1901-1902. No cabe duda que su vista le fue significativa y fructuosa. El encuentro con este viejo México, tan distinto al New Mexico y a su propia tierra, Texas, produce en la ella, creo yo, una curiosidad productiva. El carácter ceremonioso de la sociedad mexicana de la que ella llama “better class” y la fresca e inexpugnable sencillez del peón tejen la narración pintoresca y la anécdota ligera. No digo más, es mucho mejor leerla. La traduzco y soy consciente de que traduciéndola la traiciono, pero aún y todo, creo que salió algo interesante.

No incluyo la versión original en inglés que se puede leer aquí: Visere McGary, Elizabeth Life in Old Mexico en Olympian Magazine Julio 1903 Buen provecho.

Vida en el Viejo México

Por Elizabeth Visere McGary, (Primera parte)

Desde el momento en que el tren cruza el Río Grande hacia el viejo México, uno se impresiona con la completa novedad de todo.

“Tamales, tamales calientes”, es casi el primer grito que saluda al turista mientras mira hacia los nativos envueltos en mantas alrededor de la estación, quienes visten estos granes “paños” incluso a mediados del verano. Si les preguntas porqué, te contestan, “por el aire” aunque el aire no sea ni siquiera fresco, sino placentero y agradable todos los días del año. Entre los más grandes encantos de esta fascinante tierra está su clima, con aquel radiante sol que no golpea sin piedad aunque sean las dos en punto de un día de verano, sino que cae sosegador, brillante a esa hora sobre quienes pasean en la plaza, ese puro y reparador aire y la exquisita vida vegetal que es el resultado de tal atmósfera y tal resplandor.

Las plazas, donde los turistas haraganean todo el día, son hermosas, con palmas y naranjos, grandes platanales meciéndose y magnolias cuyas ramas se mecen con cada brisa, cargando el aire con su dulce perfume.

Amapolas y glorias carmesíes desprenden su narcótica influencia mano a mano con los inofensivos rosales, lirios, violetas, pensamientos, grandes rosas “American beauty”, están allí por todas partes en tal cantidad, que uno puede sentarse en el borde de una tintineante fuente y reunir un gran manojo si no hay algún policía cerca.

Los hoteles son pintorescos y distintivamente extranjeros. En precio son sólo la mitad de lo que un hotel americano, pero uno puede sentirse compensado por menos eficiente servicio por la novedad. Un pizarrón en la oficina se usa para registrar los nombres de quienes llegan, con el número de su habitación en el lado opuesto. El equipaje, o lo que queda de él después de la rígida inspección en la frontera, es llevado, con toda calma, a la habitación de piedra en los pisos superiores por uno de los muchos sirvientes mal pagados. Esta inspección de baúles y velises en la frontera es tan interesante como fastidiosa. Oficiales mexicanos suben al tren casi antes de que se detenga y comienzan a zarandear casi todos los velises. Aparecen cepillos de dientes y calcetines y las manos se apresuran a coger los calcetines según como esté el humor del oficial ese día. Tan pronto como esto termina todo el mundo se levanta de su asiento y busca su baúl y lo abre. Entonces los inspectores comienzan su registro. Pero salir de México es mucho más exexhaustivo que entrar. Allí cada prenda es analizada y observada por arriba y abajo y sacudida. Es más divertido observar a los diferentes tipos de turistas. Algunos que tienen demasiadas curiosidades en sus baúles, asumen una postura indiferente y se alejan, o silban mientras la se hace el registro; otros, se mantienen atentos, pálidos y temblorosos y hay otros que conversan de manera muy intrigante, pero la inocencia siempre ha sido el mejor salvavidas.

Las casas de México todas tienen adobe, o piedra, pisos, techos y paredes, lo que las hace deliciosamente frescas. Las casas de los aristócratas usualmente tienen muebles parisinos y son muy lujosas. Hay siempre una superabundancia de espejos, ya que los mexicanos son gente vanidosa. Las casas están construidas alrededor de un patio, cada habitación abre hacia él, que es hermoso con flores y árboles y mucho sol porque, por supuesto, no tiene techo. Bajo un naranjo, a una, dorada con frutos y blanqueada con botones de flores, se extiende la mesa.
Siempre hay 4 comidas al día, y a menudo cinco, porque frecuentemente antes del tardío desayuno, que considerando su lentitud de tiempo en media hora, se sirve a alrededor de las 9, disfrutan una taza de café y un huevo. En el desayuno usualmente se sirve fruta, tostadas, bistec, frijoles y café; bistec marinado en yerbas y café con crema de cabra. Frijol colorado, refrito en manteca, se comen tres veces al día todos los días de sus vidas, con las delgadas tortillas de maíz, hechas de maíz molido y hervido. Estas son moldeadas muy delgadas, cocinadas sobre una estufa de brasas y servidas calientes y humeantes. Su suavidad, es suficientes para aplacar el hambre del más fuerte de los nativos.

Sus frutas son deliciosas; las jugosas chirimoyas, zapotes, mangos y otras de peculiar y encantador sabor que nunca hemos probado en nuestro país. Los turistas son quienes tienen más qué decir de las frutas que de cualquier otra cosa en México. Para la cena, asado relleno con pasas, zanahorias y duraznos hervidos todo junto y la sopa es servida con plátanos cortados. Para el postre, lo favorito es una mezcla de medio plátano y camotes medio hervidos, esto se sirve con crema batida [whipped cream]. Huevos hervidos, camotes horneados, y orejas asadas se venden por la calle. Muchos “pulqueros” transitan por la calle con su feroz pulque todo el día dejando una línea intoxicada de “peones” (gente de clase baja) a su paso.

La vida hogareña de todas las clases es alegre, se la pasan descansando ya sean peones o castellanos. La “Señorita Aristocrática” no trabaja; esto está por debajo de una dama de su calidad. La cocinera está a cargo del “suelto” para las compras del mercado diariamente, y como cocinera, no tiene escrúpulos al manejar el dinero ajeno, puede ser que después de todos sus mandados no quede tan poco. Son duras de culpar, cuando a la más eficiente cocinera se le paga no más de 10 dólares en su moneda de medio valor, y un mozo corre a hacer mandados un ciento de veces al día por menos de eso. Estas condiciones deben ser el fundamento de su fama como ladrones, más que nada los peones antes que cualquier otro. Cargan largos ganchos que atraviesan fácilmente entre los barrotes de las ventanas de una casa que siempre están abiertas y dan directamente a la calle y de esta manera, pueden tirar de algún tapete o cortina. Niños de aspecto lamentable se paran ante estas ventanas y extienden sus delgadas y morenas manos pidiendo mendrugos de la mesa. Un trapito” (¿?) [“un pedacito”] suplican, mirando hambrientos las cosas apetecibles que tienen delante. Muchos padecen de hambre pero no se resfrían, porque bajo el radiante sol de México nunca sufren esa enfermedad.

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