sábado, 10 de abril de 2010

Vida en el Viejo México 1902 (primera parte)

La escritora americana Elizabeth Visere debió visitar México entre 1901-1902. No cabe duda que su vista le fue significativa y fructuosa. El encuentro con este viejo México, tan distinto al New Mexico y a su propia tierra, Texas, produce en la ella, creo yo, una curiosidad productiva. El carácter ceremonioso de la sociedad mexicana de la que ella llama “better class” y la fresca e inexpugnable sencillez del peón tejen la narración pintoresca y la anécdota ligera. No digo más, es mucho mejor leerla. La traduzco y soy consciente de que traduciéndola la traiciono, pero aún y todo, creo que salió algo interesante.

No incluyo la versión original en inglés que se puede leer aquí: Visere McGary, Elizabeth Life in Old Mexico en Olympian Magazine Julio 1903 Buen provecho.

Vida en el Viejo México

Por Elizabeth Visere McGary, (Primera parte)

Desde el momento en que el tren cruza el Río Grande hacia el viejo México, uno se impresiona con la completa novedad de todo.

“Tamales, tamales calientes”, es casi el primer grito que saluda al turista mientras mira hacia los nativos envueltos en mantas alrededor de la estación, quienes visten estos granes “paños” incluso a mediados del verano. Si les preguntas porqué, te contestan, “por el aire” aunque el aire no sea ni siquiera fresco, sino placentero y agradable todos los días del año. Entre los más grandes encantos de esta fascinante tierra está su clima, con aquel radiante sol que no golpea sin piedad aunque sean las dos en punto de un día de verano, sino que cae sosegador, brillante a esa hora sobre quienes pasean en la plaza, ese puro y reparador aire y la exquisita vida vegetal que es el resultado de tal atmósfera y tal resplandor.

Las plazas, donde los turistas haraganean todo el día, son hermosas, con palmas y naranjos, grandes platanales meciéndose y magnolias cuyas ramas se mecen con cada brisa, cargando el aire con su dulce perfume.

Amapolas y glorias carmesíes desprenden su narcótica influencia mano a mano con los inofensivos rosales, lirios, violetas, pensamientos, grandes rosas “American beauty”, están allí por todas partes en tal cantidad, que uno puede sentarse en el borde de una tintineante fuente y reunir un gran manojo si no hay algún policía cerca.

Los hoteles son pintorescos y distintivamente extranjeros. En precio son sólo la mitad de lo que un hotel americano, pero uno puede sentirse compensado por menos eficiente servicio por la novedad. Un pizarrón en la oficina se usa para registrar los nombres de quienes llegan, con el número de su habitación en el lado opuesto. El equipaje, o lo que queda de él después de la rígida inspección en la frontera, es llevado, con toda calma, a la habitación de piedra en los pisos superiores por uno de los muchos sirvientes mal pagados. Esta inspección de baúles y velises en la frontera es tan interesante como fastidiosa. Oficiales mexicanos suben al tren casi antes de que se detenga y comienzan a zarandear casi todos los velises. Aparecen cepillos de dientes y calcetines y las manos se apresuran a coger los calcetines según como esté el humor del oficial ese día. Tan pronto como esto termina todo el mundo se levanta de su asiento y busca su baúl y lo abre. Entonces los inspectores comienzan su registro. Pero salir de México es mucho más exexhaustivo que entrar. Allí cada prenda es analizada y observada por arriba y abajo y sacudida. Es más divertido observar a los diferentes tipos de turistas. Algunos que tienen demasiadas curiosidades en sus baúles, asumen una postura indiferente y se alejan, o silban mientras la se hace el registro; otros, se mantienen atentos, pálidos y temblorosos y hay otros que conversan de manera muy intrigante, pero la inocencia siempre ha sido el mejor salvavidas.

Las casas de México todas tienen adobe, o piedra, pisos, techos y paredes, lo que las hace deliciosamente frescas. Las casas de los aristócratas usualmente tienen muebles parisinos y son muy lujosas. Hay siempre una superabundancia de espejos, ya que los mexicanos son gente vanidosa. Las casas están construidas alrededor de un patio, cada habitación abre hacia él, que es hermoso con flores y árboles y mucho sol porque, por supuesto, no tiene techo. Bajo un naranjo, a una, dorada con frutos y blanqueada con botones de flores, se extiende la mesa.
Siempre hay 4 comidas al día, y a menudo cinco, porque frecuentemente antes del tardío desayuno, que considerando su lentitud de tiempo en media hora, se sirve a alrededor de las 9, disfrutan una taza de café y un huevo. En el desayuno usualmente se sirve fruta, tostadas, bistec, frijoles y café; bistec marinado en yerbas y café con crema de cabra. Frijol colorado, refrito en manteca, se comen tres veces al día todos los días de sus vidas, con las delgadas tortillas de maíz, hechas de maíz molido y hervido. Estas son moldeadas muy delgadas, cocinadas sobre una estufa de brasas y servidas calientes y humeantes. Su suavidad, es suficientes para aplacar el hambre del más fuerte de los nativos.

Sus frutas son deliciosas; las jugosas chirimoyas, zapotes, mangos y otras de peculiar y encantador sabor que nunca hemos probado en nuestro país. Los turistas son quienes tienen más qué decir de las frutas que de cualquier otra cosa en México. Para la cena, asado relleno con pasas, zanahorias y duraznos hervidos todo junto y la sopa es servida con plátanos cortados. Para el postre, lo favorito es una mezcla de medio plátano y camotes medio hervidos, esto se sirve con crema batida [whipped cream]. Huevos hervidos, camotes horneados, y orejas asadas se venden por la calle. Muchos “pulqueros” transitan por la calle con su feroz pulque todo el día dejando una línea intoxicada de “peones” (gente de clase baja) a su paso.

La vida hogareña de todas las clases es alegre, se la pasan descansando ya sean peones o castellanos. La “Señorita Aristocrática” no trabaja; esto está por debajo de una dama de su calidad. La cocinera está a cargo del “suelto” para las compras del mercado diariamente, y como cocinera, no tiene escrúpulos al manejar el dinero ajeno, puede ser que después de todos sus mandados no quede tan poco. Son duras de culpar, cuando a la más eficiente cocinera se le paga no más de 10 dólares en su moneda de medio valor, y un mozo corre a hacer mandados un ciento de veces al día por menos de eso. Estas condiciones deben ser el fundamento de su fama como ladrones, más que nada los peones antes que cualquier otro. Cargan largos ganchos que atraviesan fácilmente entre los barrotes de las ventanas de una casa que siempre están abiertas y dan directamente a la calle y de esta manera, pueden tirar de algún tapete o cortina. Niños de aspecto lamentable se paran ante estas ventanas y extienden sus delgadas y morenas manos pidiendo mendrugos de la mesa. Un trapito” (¿?) [“un pedacito”] suplican, mirando hambrientos las cosas apetecibles que tienen delante. Muchos padecen de hambre pero no se resfrían, porque bajo el radiante sol de México nunca sufren esa enfermedad.

2 comentarios:

Juan Crouset dijo...

Como todas las crónicas de la época, siempre es interesante ver los cambios en las costumbres con el paso de los años.
Las comidas, por lo menos en las casas ricas, eran abudantes y generosas.
La pobreza se manifestaba como miseria extrema.
La cerveza todavía no se imponía, y el pulque seguía siendo la bebida de rigor entre el pueblo.
Gracias por compartirlo.
Saludos.

Jorge Elías dijo...

Gracias J. Crouset. Lindo comentario. El artículo no es muy grande, aunque lo dividí en tres partes para facilitarme las cosas. Saludos

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