miércoles, 16 de marzo de 2016

Las Hermanas de Monterrey

Las Hermanas de Monterrey



Cuenta la leyenda[1], que durante la invasión norteamericana a Monterrey, (21-24 de Septiembre de 1846) dos muchachas de la ciudad, como muchas otras mujeres y niños, se quedaron escondidas en algún sótano o habitación oscura de su casa. Temerosas y asustadas, lloraban y se estremecían al oír las detonaciones de bombas y disparos de la batalla. La habitación estaba impregnada del pestífero olor a pólvora y el aire,  espeso de muerte, era intolerable. En un abrazo mutuo, las dos hermanas, esperaban con gran angustia el fin de aquella pesadilla. Se llamaban Ximena y Teresa.

El padre de las muchachas, de unos 60 años, era un hombre de tez morena y arrugada por el implacable sol regiomontano. El hermano, de 19, era ya también un hombre valiente. Ambos cabalgaron la mañana del 21 de Septiembre, hacia sus puestos de guerra, a donde el deber y el amor a la patria los llamaba a combatir al invasor: el ejército norteamericano, al acecho en aquel momento, en torno a los manantiales de El Nogalar.

Desde que su padre partió en compañía de su hermano, las doncellas no tuvieron reposo. Nadie en la ciudad lo tuvo. No hubo descanso, ni sosiego.  En la ciudad nadie durmió, sólo la muerte.

El miedo de las dos hermanas iba en aumento, al igual que el sonido de las detonaciones y el bullicio de la guerra. 

Los americanos fueron apoderándose de las trincheras y avanzaron hasta la plaza de armas. Junto a aquella plaza estaba la casa de las muchachas. Al atardecer del día 23, por una pequeña ventana que daba hacia una de las calles, Ximena ve a su padre avanzando rápidamente hasta su hogar. La muchacha grita: 

 “Son  ellos, son ellos…

y ambas se apresuran hacia la puerta. Pero antes de que logreasen alcanzarla, escucharon un fuerte estruendo y la puerta de la casa se desplomó ante ellas. Tras la puerta, el padre cae al piso, la cara cubierta de negra sangre.  El dolor de sus hijas era inmenso. Gritan sin consuelo

 “Padre, padre” 

y no logran decir más nada. Elevan la mirada al cielo y no ven, sino la terrible silueta  de un soldado americano, su espada aún cubierta de la sangre de aquel hombre a quienes las  hermosas jóvenes llamaban Padre.

Aquel  soldado, sin conocer el idioma español, comprende perfectamente la escena.  Trata de excusarse, pero no puede. Nunca imaginó que iba a matar a un hombre en el mismo portal de su casa delante de sus hijas. Él era un asesino y los ojos de aquellas hermosas niñas lo definían con exactitud. No pudo articular palabra y en cuanto pudo, se apartó de aquella insoportable escena. Este soldado, de nombre Harry, tenía también un padre y dos hermanas, a quienes había dejado tranquilamente en su natal Pennsylvania. Pensando en ellos se dispuso a huir de la mirada de sus víctimas. Encontró muy cerca una escalera que se dirigía a la azotea. En el borde de la azotea hay una especie de almena que le sirvió de resguardo. 

La escena allí abajo era a la vez sublime y horrible. El techo, ofrecía una vista libre de la Plaza de la Ciudad y todas las avenidas que a ella convergen. Y él estaba allí, observando, desde lo alto, la última Batalla de Monterrey.

Imaginen la primitiva Plaza Zaragoza, amurallada por las casas de un piso ceñidas con almenas. En ella una densa multitud de soldados enfurecidos, medio desnudos, apenas si se distinguen sus caras bajo las manchas de pólvora y sangre. Gritan, vociferan, dan vueltas como las ráfagas de un tornado. Desde cada muralla, repleta de mexicanos frenéticos, manan descargas de tiros, dando muerte a amigos y enemigos. Abajo, bayoneta contra bayoneta, cuchillo contra cuchillo, sobre un pavimento resbaloso por la sangre derramada, mexicanos y norteamericanos ejecutando la danza de la muerte.

Monterrey, fragmento mostrando la Plaza de Armas o Plaza Zaragoza. por D. P. Whiting 1846

Después cayó la noche con sus horribles sombras y, con ella, la pelea se volvió más aterradora aún. Pero la oscuridad también anunciaba el fin de aquel combate.  El soldado bajó la escalera de regreso a la sala donde había dejado a las jóvenes hermanas con su moribundo padre. La oscuridad le impedía ver cualquier cosa. Agudizaba él sus oídos para escuchar algún murmuro, cualquier cosa, pero nada. Las pupilas iban acostumbrándose a la oscuridad y poco a poco lograron percibir una escena terrible: tres cuerpos yaciendo uno junto a los otros.  ¡Muerte es sinónimo de guerra!

El hermano de las muchachas debió haber llegado sano  y salvo a su casa y en el momento de consolar a su hermana Teresa, ahora huérfana, lo alcanzó un proyectil que acabó con su vida. Ambos corrieron la misma suerte. A ella también la alcanzó una bala mortal. Sus cuerpos sin vida yacían abrazados y en sus rostros se dibujaba un simulacro de sonrisa. Ahora dormían el sueño eterno.  De la otra hermana, Ximena, no había rastro.  ¿Qué habría sido de ella?

Aquella fue una noche de lamentos y llantos. Noche de tristeza y angustia.  Al día siguiente los generales capitularon la Batalla. La bandera norteamericana ondeó entonces en los edificios emblemáticos de la Ciudad. La guerra en México continuó su curso. Algunas escuadras de soldados permanecieron en la ciudad por los siguientes dos años, otras avanzaron hacia Saltillo continuando la hasta llegar a la capital de la República. Harry regresó a su natal Pennsylvania donde lo esperaban su padre y hermanas.

Era el día de Navidad.  Lo recibieron, como era de esperar, con llantos de alegría. 

Él se dirigió entonces a su anciano padre diciéndole: 

– Cuando partí para México,  le dije que regresaría con un Trofeo de la Guerra. ¡Ese trofeo está aquí!”  

Y Harry mostró su trofeo: una hermosa muchacha, de linda figura, cuyo rostro de clara tez morena, cabello negro azabache y ojos deslumbrantes, resplandecieron en la luz, enmarcados por una ceñida capucha. Ella besó la mano del anciano y las muchachas la recibieron con besos y le sacudieron la nieve del vestido.  

– Es una larga historia, padre” – murmuró  el soldado con una voz entrecortada por la emoción – “Pero vi morir a su padre, su hermano y hermana, juntos, en el suelo de su hogar, en Monterrey. Ella se quedó sin amigos... 

y yo maté …” Interrumpió abruptamente la frase, y desvió el rostro. … 

– No se lo puedo contar ahora, padre. Pero ella es una mujer auténtica, quien me cuidó en la enfermedad, y me siguió desde su tierra de nardos y flores, hasta ésta de nieve e invierno. ¡Ella es mi esposa! ¡Su hija, padre! ¡Vuestra hermana, hermanas! Sed amables con ella, porque ha sufrido demasiado, merece todo el amor de vuestros corazones!"

El anciano y las hermanas, en aquel preciso instante,  recibieron aquella flor en sus corazones y, desde ese momento creció en ellos. 

El soldado miró con una serena emoción a su esposa Ximena, su hermoso trofeo de guerra.



Joven G. Lippard  (Wikipedia)
[1] Este relato, más que una leyenda, es parte de una novela de 1847. Su autor, George Lippard, (Abril 10, 1822 – Febrero 9, 1854) la incluye en su libro: “Legends of Mexico”. En él se describen varias anécdotas de la guerra entre México y Estados Unidos. Aunque ficticias, es probable, que algún elemento de verdad se encuentre entre sus líneas, quizá de relatos que Lippard pudo haber obtenido de soldados que regresaban de México. Lo más interesante en ellas es el enfoque que hace el novelista. Es, a mi juicio, un intento de justificación de los horrores de la guerra. Una forma de expresar que no todo fue violación y abuso. Estas leyendas son, me parece, un esfuerzo,  de su autor, por hacer público un relato opuesto al de los abusos por parte de los Rangers de Texas o al de la Masacre en Agua Nueva por parte del regimiento de Arkansas el día de Navidad de 1846, al que hace referencia S. Chamberlain y probablemente tuvo suficiente resonancia en ambos países. 

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