Las Hermanas de Monterrey
Cuenta la leyenda[1],
que durante la invasión norteamericana a Monterrey, (21-24 de Septiembre de
1846) dos muchachas de la ciudad, como muchas otras mujeres y niños, se
quedaron escondidas en algún sótano o habitación oscura de su casa. Temerosas y
asustadas, lloraban y se estremecían al oír las detonaciones de bombas y
disparos de la batalla. La habitación estaba impregnada del pestífero olor a
pólvora y el aire, espeso de muerte, era
intolerable. En un abrazo mutuo, las dos hermanas, esperaban con gran angustia
el fin de aquella pesadilla. Se llamaban Ximena y Teresa.
El padre de las
muchachas, de unos 60 años, era un hombre de tez morena y arrugada por el
implacable sol regiomontano. El hermano, de 19, era ya también un hombre
valiente. Ambos cabalgaron la mañana del 21 de Septiembre, hacia sus puestos de
guerra, a donde el deber y el amor a la patria los llamaba a combatir al
invasor: el ejército norteamericano, al acecho en aquel momento, en torno a los
manantiales de El Nogalar.
Desde que su
padre partió en compañía de su hermano, las doncellas no tuvieron reposo. Nadie
en la ciudad lo tuvo. No hubo descanso, ni sosiego. En la ciudad nadie durmió, sólo la muerte.
El miedo de las
dos hermanas iba en aumento, al igual que el sonido de las detonaciones y el
bullicio de la guerra.
Los americanos fueron apoderándose de las trincheras y
avanzaron hasta la plaza de armas. Junto a aquella plaza estaba la casa de las
muchachas. Al atardecer del día
23, por una pequeña ventana que daba hacia una de las calles, Ximena ve a su
padre avanzando rápidamente hasta su hogar. La muchacha grita:
– “Son ellos, son
ellos…”
y ambas se apresuran hacia la
puerta. Pero antes de que logreasen alcanzarla, escucharon un fuerte estruendo y
la puerta de la casa se desplomó ante ellas. Tras la puerta, el padre cae al piso, la cara
cubierta de negra sangre. El dolor de sus hijas era inmenso. Gritan sin consuelo
– “Padre, padre”
y no logran decir
más nada. Elevan la mirada al cielo y no ven, sino la terrible silueta de un soldado americano, su espada aún
cubierta de la sangre de aquel hombre a quienes las hermosas jóvenes llamaban Padre.
Aquel soldado, sin conocer el idioma español, comprende
perfectamente la escena. Trata de
excusarse, pero no puede. Nunca imaginó que iba a matar a un hombre en el mismo
portal de su casa delante de sus hijas. Él era un asesino y los ojos de
aquellas hermosas niñas lo definían con exactitud. No pudo articular palabra y
en cuanto pudo, se apartó de aquella insoportable escena. Este soldado, de
nombre Harry, tenía también un padre y dos hermanas, a quienes había dejado
tranquilamente en su natal Pennsylvania. Pensando en ellos se dispuso a huir de
la mirada de sus víctimas. Encontró muy cerca una escalera que se dirigía a la
azotea. En el borde de la azotea hay una especie de almena que le sirvió de resguardo.
La escena allí
abajo era a la vez sublime y horrible. El techo, ofrecía una vista libre de la
Plaza de la Ciudad y todas las avenidas que a ella convergen. Y él estaba allí,
observando, desde lo alto, la última Batalla de Monterrey.
Imaginen la primitiva Plaza Zaragoza, amurallada por las casas de un piso
ceñidas con almenas. En ella una densa multitud de soldados
enfurecidos, medio desnudos, apenas si se distinguen sus caras bajo las manchas
de pólvora y sangre. Gritan, vociferan, dan vueltas como las ráfagas de un
tornado. Desde cada
muralla, repleta de mexicanos frenéticos, manan descargas de tiros, dando muerte
a amigos y enemigos. Abajo, bayoneta contra bayoneta, cuchillo contra cuchillo,
sobre un pavimento resbaloso por la sangre derramada, mexicanos y norteamericanos ejecutando la danza de la muerte.
Monterrey, fragmento mostrando la Plaza de Armas o Plaza Zaragoza. por D. P. Whiting 1846 |
Después cayó la
noche con sus horribles sombras y, con ella, la pelea se volvió más aterradora
aún. Pero la oscuridad también anunciaba el fin de aquel combate. El soldado bajó la escalera de regreso a la
sala donde había dejado a las jóvenes hermanas con su moribundo padre. La
oscuridad le impedía ver cualquier cosa. Agudizaba él sus oídos para escuchar
algún murmuro, cualquier cosa, pero nada. Las pupilas iban acostumbrándose a la
oscuridad y poco a poco lograron percibir una escena terrible: tres cuerpos
yaciendo uno junto a los otros. ¡Muerte
es sinónimo de guerra!
El hermano de
las muchachas debió haber llegado sano y
salvo a su casa y en el momento de consolar a su hermana Teresa, ahora
huérfana, lo alcanzó un proyectil que acabó con su vida. Ambos corrieron la
misma suerte. A ella también la alcanzó una bala mortal. Sus cuerpos sin vida
yacían abrazados y en sus rostros se dibujaba un simulacro de sonrisa. Ahora
dormían el sueño eterno. De la otra
hermana, Ximena, no había rastro. ¿Qué
habría sido de ella?
Aquella fue una
noche de lamentos y llantos. Noche de tristeza y angustia. Al día siguiente los generales capitularon la
Batalla. La bandera norteamericana ondeó entonces en los edificios emblemáticos
de la Ciudad. La guerra en México continuó su curso. Algunas escuadras de
soldados permanecieron en la ciudad por los siguientes dos años, otras
avanzaron hacia Saltillo continuando la hasta llegar a la capital de la
República. Harry regresó a su natal Pennsylvania donde lo esperaban su padre y
hermanas.
Era el día de
Navidad. Lo recibieron, como era de
esperar, con llantos de alegría.
Él se dirigió entonces a su anciano padre
diciéndole:
– “Cuando partí para México,
le dije que regresaría con un Trofeo de la Guerra. ¡Ese trofeo está
aquí!”
Y Harry mostró su trofeo: una
hermosa muchacha, de linda figura, cuyo rostro de clara tez morena, cabello negro
azabache y ojos deslumbrantes, resplandecieron en la luz, enmarcados por una
ceñida capucha. Ella besó la mano del anciano y las muchachas la recibieron con
besos y le sacudieron la nieve del vestido.
– “Es una larga historia, padre” – murmuró
el soldado con una voz entrecortada por la emoción – “Pero vi morir a su
padre, su hermano y hermana, juntos, en el suelo de su hogar, en Monterrey.
Ella se quedó sin amigos...
– y yo maté …” Interrumpió abruptamente la frase, y
desvió el rostro. …
– “No se lo puedo contar ahora, padre. Pero ella es una
mujer auténtica, quien me cuidó en la enfermedad, y me siguió desde su tierra
de nardos y flores, hasta ésta de nieve e invierno. ¡Ella es mi esposa! ¡Su
hija, padre! ¡Vuestra hermana, hermanas! Sed amables con ella, porque ha
sufrido demasiado, merece todo el amor de vuestros corazones!"
El anciano y
las hermanas, en aquel preciso instante,
recibieron aquella flor en sus corazones y, desde ese momento creció en
ellos.
El soldado miró con una serena emoción a su esposa Ximena, su hermoso
trofeo de guerra.
Joven G. Lippard (Wikipedia) |
[1] Este relato, más que una leyenda, es parte de
una novela de 1847. Su autor, George Lippard, (Abril 10, 1822 – Febrero 9, 1854) la incluye en su libro: “Legends of Mexico”. En él se describen
varias anécdotas de la guerra entre México y Estados Unidos. Aunque ficticias,
es probable, que algún elemento de verdad se encuentre entre sus líneas, quizá
de relatos que Lippard pudo haber obtenido de soldados que regresaban de México.
Lo más interesante en ellas es el enfoque que hace el novelista. Es, a mi
juicio, un intento de justificación de los horrores de la guerra. Una forma de
expresar que no todo fue violación y abuso. Estas leyendas son, me parece, un
esfuerzo, de su autor, por hacer público
un relato opuesto al de los abusos por parte de los Rangers de Texas o al de la
Masacre en Agua Nueva por parte del regimiento de Arkansas el día de Navidad de
1846, al que hace referencia S. Chamberlain y probablemente tuvo suficiente
resonancia en ambos países.
4 comentarios:
UN RELATO ESTREMECEDOR Y COMO DICES MUCHO DE VERDAD EN CUANTO A LLOS ABUSOS Y VOIOLENCIA, PERO ROMANTICO DIGNO DE UNA PELICULA. FELICIDADES LEONCILLO SABINO .saludos
Gracias Don Pablo. Un relato muy interesante de un escritor muy apasionado. Que imagino tiene base en los relatos que el novelista habrá escuchado de los soldados que regresaban a su patria después de la Guerra. Un Saludo-
Excelente descubrimiento Jorge.
Muy interesante la visión del narrador.
La verdad es que, al margen de las tropelías cometidas por los Rangers, y algunos otros abusos, parece que en Monterrey existió un relativa adaptación de la población a los invasores, durante el período de la ocupación.
De hecho creo que los años que vienen después la ocupación americana, son los más terribles para Monterrey en cuestión de violencia, ya fuera por las constantes revueltas nacionales o regionales, la invasión francesa, el bandolerismo, la inseguridad, las epidemias, los ataques de indios, etc.
Ojalá y en un futuro surjan más estudios de Monterrey durante la segunda mitad del siglo XIX.
Gracias por compartir tus hallazgos.
Saludos.
Juan Crouset.
Gracias Juan Crouset, por tus comentarios. Siempre me animan a seguir investigando. Un saludo.
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