La relación de viaje de Albert Lancaster Inspector del Observatorio Real de Brucelas.
En esta segunda parte de la relación de viaje de Alberto Lancaster transcribo la traducción del texto referente a la estancia en Monterrey. Desde su llegada el 19 de Diciembre de 1882.
A los lectores más entusiastas les recomiendo ir directamente al documento PDF que comparto al final. Allí encontrarán la relación completa desde la su salida de la ciudad de San Antonio, un día antes, la descripción del camino desde Laredo hasta Monterrey y su estancia en la ciudad que enseguida transcribo aquí.
Lancaster escribe:
"Monterrey,
capital del Estado de Nuevo León, es una de las ciudades más importantes del Noreste
de México. Su población estimada es de unos 20,000 habitantes. Como su nombre
lo indica, está rodeada de montañas, que se encuentran al Este, al Sur y al Oeste.
Al Norte
y al Noreste se abre un valle inmenso,
cubierto en parte con campos muy fértiles con varias pequeñas ciudades y
numerosos pueblos. Un río bastante amplio, el San Juan, cruza por el sur la
ciudad de oeste a este. Lleva aguas
profundas y revueltas en verano. Pero en
invierno es generalmente casi seco. Es así
como me tocó observarlo en la última quincena de diciembre de 1882. En ese
momento estaba desde hacía tiempo sin agua, ya que su lecho llevaba el rastro de
varios caminos que iban de una orilla a otra, formados por el paso continuo de
los peatones y de vehículos de todas las clases.
La
propia ciudad está situada sobre la margen izquierda del río San Juan. A lo largo de la rivera derecha
se ven escalonadas las chozas de la población india. Estas chozas, hechas de
troncos de caña de azúcar y cubiertas de paja, recuerdan en parte las de los negros del África
ecuatorial. Casi no hace falta añadir que tienen una apariencia muy pobre.
Las
criaturas que habitan en estas chozas tienen un exterior sucio y miserable; una
multitud de perros y algunos cerdos se revuelcan entre ellos.
Estos indios
gozan de una muy triste reputación. Me los describieron como si formaran sólo
una banda de asesinos y ladrones a los
que era prudente no acercarse al caer la noche.
Sin embargo yo tenía la curiosidad
de explorar. Recorrí el pueblo en toda su longitud, no sin suscitar un vivo
interés entre sus habitantes y sin alarmar a los perros y a la gente a mi
paso. Pero llegue al final sin
problemas. Encontré, ciertamente, muchas caras ambiguas, pero no me inquieté de
ninguna manera.
La
impresión que experimentamos al entrar a Monterrey, la noche de nuestra
llegada, fue profunda. Nunca olvidaré la calma de estas calles casi desiertas,
de las casas pesadas y masivas, semejando prisiones por sus ventanas llenas de grandes
barrotes de hierro.
Me
parecía penetrar en una ciudad muerta o en un gran beguinaje[1]
. Tenía aún los oídos llenos del ruido y la algarabía de San Antonio, al que
habíamos dejado hacía menos de 24 horas. Aquí todo era silencioso: no había un
grito, ni el menor ruido de un carruaje. Por allí había un hombre o una mujer,
descalzo, pasando como una sombra, a lo largo de las casas, rápidamente,
disimulándose lo más posible.
Aunque
miraba cada cruce de las calles con la esperanza de descubrir alguna esquina
que tuviera un rasgo de vida u ofreciera un poco de movimiento no encontraba nada,
absolutamente nada. Sólo en el Hotel Iturbide, donde mis camaradas y yo
descansamos, nos dimos cuenta, por fin, de
que Monterrey no era una ciudad
completamente abandonada.
Mucho antes del atardecer, las cosas cambiaron de cara; paseándome un
poco al azar llegué a uno de los lugares principales de la
ciudad, donde se tenía una clase de feria, y encontré allí a una muchedumbre
ruidosa y llena de entusiasmo.
La
ocasión servía muy bien para hacer un estudio de las costumbres locales. Se
llenó todo el perímetro del lugar de pequeñas tiendas donde se apilaba un
numeroso público. En todas se jugaba con entusiasmo.
El
juego preferido era la lotería. Nada era más curioso y más interesante que la
imagen de esta gente con sus trajes pintorescos, sentada en filas apiñadas alrededor
de grandes mesas, iluminadas por una o dos lámparas humeantes. Los ojos
brillando con la esperanza de ganar. Estaba
allí el tosco con el reflejo de salvaje en su mirada; su actitud y su gesto
indicaban un entusiasmo nervioso intenso, apenas contenido por los visibles
esfuerzos de la voluntad. A veces estallaban repentinamente peleas violentas sin
motivo: un desacuerdo con respecto al
número ganador, un reclamo al dueño de la tienda. Parecían estar
decididos a llegar a las manos, pero los
demás jugadores quienes no estaban
perjudicados por el asunto, imponían
inmediatamente silencio a los pendencieros y se establecían nuevas partidas
rápidamente. En algunos de estos puestos
se hacían apuestas altas. Las mesas se
cubrían de pesos (monedas de plata con valor de 5 francos), incluso monedas de
oro. Un hecho curioso: la gran mayoría de estos fanáticos a la lotería no conocían
los signos de los números, éstos eran sustituidos por pequeñas viñetas, como en
nuestro “juego de la oca”[2].
Al centro de la plaza se hallaban algunos paseantes, seguramente reducidos a
este papel más tranquilo y modesto por el estado precario de su bolsillo o por
la mala suerte.
Vestidos
con mucha gracia en sus amplios mantos de diversos tonos, la cabeza cubierta con grandes sombreros portados
orgullosamente, hablaban entre ellos en grupos con animación y vivacidad
extraordinaria, conservando siempre en su paso y en sus movimientos, esa
distinción y esa elegancia nativa que le es propia al pueblo de raza española.
Las
muchachas y las mujeres permanecían sentadas sobre grandes losas de piedra,
colocadas de tanto en tanto por todo el rededor de la plaza a manera de bancos.
Como se
hacía tarde, pensé en recogerme al hotel, pero no sin antes beber un vaso de mezcal, licor del que me
habían hablado bastante en San Antonio y que se asemeja mucho a la ginebra por
su gusto y su color. Es otro producto de la destilación de la savia del maguey.
Paseando
por las calles desoladas, observé que las ventanas no tenían vidrios, hecho que
había escapado a mi atención algunas horas antes, en el momento de nuestra
llegada. Se podía así ver perfectamente todo lo que pasaba en los cuartos
iluminados de la planta baja: en algunas
casas, donde había tertulia o recepción, grupos de señoras conversaban entre
ellas meciéndose en sus mecedoras o butacas.
En los
apartamentos no iluminados, los moradores estaban generalmente sentados tras
los barrotes de las ventanas. Estas
sobresalen hacia la calle como nuestros balcones y aproximadamente no más de 50
centímetros sobre el suelo. Están de alguna manera, sobre la vía pública.
De
noche se cierran estas Puertas-Ventanas mediante unos postigos.
También
me llamaron la atención los recorridos
de los serenos, pues sus linternas
eran como pequeños faroles brillando en las esquinas de las calles.
Estos
vigilantes lleven en las manos una piqueta que hace resonar sobre el pavimento
a intervalos. Por lo general se sientan en la acera y colocan sus linternas
sobre el piso delante de ellos. Y están repartidos de tal manera, que ninguno
de los hombres tiene a la vista dos de
sus colegas; por esta táctica la alarma o señal dada en un punto se puede
transmitir rápidamente por toda la ciudad.
Tuve la
oportunidad algunos días más tarde, pasando bajo la custodia policial, de
asistir a la inspección de los cuerpos de vigilancia. Estaban alineados en dos
filas, con sus piquetas en una mano y la linterna en la otra. Al terminar la inspección,
se dispersaron para regresar a puestos respectivos. Fue un espectáculo muy
curioso.
Al día siguiente, salí temprano a la calle
para tener un mejor conocimiento de los diversos barrios de Monterrey.
Mi
primera visita fue al parque de Zaragoza, que forma una admirable Plaza de amplias
dimensiones, provista de bellos árboles, entre los cuales dominan magníficos
naranjos. En el centro de la plaza se aprecia una preciosa fuente en mármol.
La
Plaza está limitada por un extremo por el Palacio gubernamental, un edificio de
grandes dimensiones y de apariencia más bien insignificante en la que se reúnen
diversas administraciones civiles y judiciales. El extremo opuesto lo ocupa, en
parte, la catedral. Cerca a ella se observa la oficina de correos.
Casas particulares, almacenes y cafés rematan
La Plaza de Zaragoza a derecha e izquierda del Palacio.
Voy a
ver primero el ayuntamiento y la corte. Empleados muy amables me hacen pasar por un
conjunto de oficinas y me dan alguna información interesante sobre la
organización de los poderes municipales en México. Me enteré, entre otras cosas, que todos los cargos electivos son
absolutamente gratuitos en este país.
Asistí también a una sesión del tribunal. Los acusados
permanecen de pie al fondo de la sala mantenidos a raya por hombres de la
policía. Los jueces y los abogados van vestidos
de civil al igual que en los Estados Unidos.
De allí, me dirijo a la catedral, que, sin
ofrecer nada de notable, merece, sin embargo, una visita.
Voy a
continuación a la oficina de Correos, pero la hallo cerrada. Se me dice que así está
diariamente de doce a una. Regreso después de una hora con el deseo de adquirir
algunos timbres para las cartas que se dirigen a Europa. Pero el empleado me
explica, para mi gran asombro, que en
México se prohíbe la venta de los sellos
de correo y que la correspondencia debe ser entregada en su totalidad en la
oficina, que es quien estampa los timbres. Precaución singular, cuya utilidad o
necesidad, aún hoy, no la puedo comprender.
La hora
del mediodía en Monterrey es anunciada por un toque general de campanas. A esa
hora la plaza está llena de gente y para los extranjeros hay entonces mucho
material de interesante observación.
Puedo
ver también que el mexicano tiene el pie de una pequeñez extrema. Es apenas más grande que el de un niño entre
nosotros, y a pesar de esta conformación parece natural, no presenta nada de
desagradable.
También
observo en la Plaza de Zaragoza, y por primera vez en mi vida, un oficial cojo.
Sí, cojo, aunque el hecho parezca poco creíble. Este oficial, sin embargo,
estaba de servicio activo, pues se hallaba encargado de varias compañías. No obstante, el hecho no era demasiado
sorprendente, dado el desaliño de la mayor parte de los militares de Monterrey.
Nunca había conocido tropas regulares tan miserablemente vestidas, de aspecto
tan negligente y de talante tan poco marcial.
Los
policías no resultaban mejor librados respecto al uniforme. Me refiero a aquellos
cuyas funciones me parecen similares a las de nuestros “funcionarios de ciudad”.
Uno de ellos, con quien me codeaba todos los días, iba descalzo, tenía un
pantalón de lino casi en harapos y una chaqueta de apariencia sucia por el polvo y salpicada por numerosas manchas
de grasa.
Por la
noche, la plaza ofrecía no menos animación que al medio día. El público era
regularmente numeroso los días en que se escuchaba música militar. Durante el
concierto, los hombres se paseaban alrededor de la plaza caminando en un
sentido y las damas en otro. Todos ellos con el cigarrillo en los labios.
A mí,
lo que me atraía cada noche hacia esta plaza, era la perspectiva admirable enmarcada por montañas
bajo el efecto de la clara brillantez de luna; estas montañas parecían entonces
más cercanas y sus formas más gigantescas que durante el día; sus masas
grandiosas se perfilaban con el cielo al fondo adquiriendo contornos raros y
fantásticos. Una temperatura de una suavidad excepcional venía a añadirse al
encanto de estas veladas nocturnas.
El
mercado de Monterrey es también muy curioso para visitar. Allí es donde se
pueden ver los tipos más característicos
del mestizo indio mexicano. Frutas y
legumbres de toda clase, la mayoría desconocidas en nuestras regiones del norte
de Europa, se extienden sobre el suelo o en los estantes del mercado.
De las frutas
que conocemos, hay allí naranjas de un sabor y una fragancia exquisitos. Nunca había comido yo nada que se le iguale.
Muchos
comerciantes ofrecen a la venta pequeños panes de azúcar llamados piloncillas
[SIC]. Es una especialidad del norte de México. Estos piloncillas son pequeños
conos de azúcar prieta, de un sabor muy agradable aunque un poco agrio. Este azúcar es el producto inmediato del jugo
de la caña cocido por los campesinos. Se hierve este jugo hasta el punto de
espesarlo considerablemente, después se deja cuajar en sus moldes.
Una
área del mercado está especialmente reservada a la venta de pequeños objetos de
terracota, artesanías multicolores. Hay un gran comercio de estas pequeñas
cosas, al igual que de la joyería en filigrana de oro y plata.
Después
de dos días recorriendo y paseando por la ciudad de Monterrey en todas
direcciones, estaba yo ansioso de ir a conocer las montañas que rodean
ininterrumpidamente de este a oeste la rivera derecha del San Juan[3].
Uno de ellos en particular, una cumbre majestuosa predomina sobre las demás,
llamó mi atención. Se le nombra Silla de la Señora[4]
y, en efecto, su parte superior se asemeja a una montura amazona. Por la tarde,
partí con la firme intención de escalar hasta la cima, pero tuve que abandonar
este proyecto, reconociendo, después de más de una hora de camino, que estaba
aún muy lejos de la base. El aire es tan puro en este país, que los objetos
situados a varias leguas parecen muy cercanos, y uno se desorienta a la hora de
calcular la distancia con puntos de referencia lejanos.
Por
tanto me vi obligado a renunciar a ascender a la Silla, y remonté a una montaña
menos distante y con menos altitud. Después de una hora de esfuerzo, llegué al
final de mi escalada y presencié un espectáculo de belleza incomparable que me
mantuvo cautivado por largo rato. Vi a mis pies más de 20 villas y ciudades,
comenzando por Monterrey, cuyas casas pintadas de rojo, amarillo, azul y verde,
todos los colores del arco iris, colocadas
de forma que contribuían a formar una composición muy extraña, muy original,
pero también muy pintoresca. Esta antigua ciudad mexicana, se mantuvo por
varios siglos sin ningún tipo de relación con otros pueblos e incluso con las
regiones sureñas y más civilizadas de México. Tiene un cierto aire oriental
cuando se la contempla a distancia y desde cierta altura. Aún hoy, a parte de
las vías férreas y los visitantes del Hotel, nada se asemeja a los Estados
Unido o a Europa.
El valle
de Monterrey se despliega hacia el Noreste de la ciudad, y va estrechándose a
medida que avanza hacia el Norte. Abajo Monterrey se extiende aproximadamente
unas 30 leguas, más allá, la distancia varía entre 5 y 6 leguas. El roble y el
nogal, el plátano, la naranja y la piña crecen rodeados de inmensos campos de
trigo y maíz y de enormes plantaciones de caña de azúcar y maguey. Este valle
es famoso por su belleza, su fertilidad y por saludable.
Hacia
el sur se extiende una cordillera de montañas elevadas, de tonalidad azul
oscuro y de picos escarpados. En un cierto punto esta cadena montañosa cambia
bruscamente hacia el SSO. Este cambio de dirección me permitió apreciar
parcialmente el Valle de Saltillo y la mayoría de las villas allí escalonadas.
Mientras
daba rienda suelta a mi admiración en el puesto de observación donde me
encontraba, vi avanzar rápidamente en el horizonte un buitre de grandes
dimensiones. De una especie muy común en las praderas de Texas. Al principio no le presté atención, pero un
segundo, después un tercero y en fin, un cuarto buitre aparecieron por distintos lugares, todos dirigiéndose
hacia la montaña donde me hallaba tan tranquilo en una quietud casi absoluta. Mi curiosidad se despertó poco a poco y
pronto dio paso a una verdadera sorpresa ya que vi que esas enormes aves de
rapiña, se habían multiplicado considerablemente formando una parvada sobre mi
cabeza, planeando y acercándose considerablemente a mí. Pensé de inmediato que
habría algún animal muerto en los alrededores, pero finalmente me di cuenta que
era mi propia persona el objetivo de
estos molestos visitantes y venían hacia
mí. El estado de inmovilidad en el que
estuve por tanto tiempo contemplando el espléndido panorama del Valle de
Monterrey los habría evidentemente engañado.
Pensarían que había pasado de la vida a la muerte y me habrían
considerado así digno de su codicia. En un momento muchos de ellos llegaban
rondando tan cerca de mí, que los hubiese alcanzado fácilmente con un palo. Sus
alas desplegadas eran de proporciones aterradoras y con el rápido movimiento
que llevaban me hubiera podido tumbar de un golpe por el suelo. Tuve que hacer
ruido y lanzarles unas piedras para mostrarle, a esos enemigos improvisados,
que estaban alborotados innecesariamente.
Es
sabido que los buitres nunca atacan a los seres vivos. Así que yo no estaba
preocupado de ser atacado por esa banda que me había molestado de manera tan
desagradable. Sin embargo, juzgué más prudente retirarme de ese lugar en el que
mientras se admiraba el paisaje era necesario hacer gesticulaciones para evitar
el contacto con esas aves de rapiña. Llegué, no sin dificultades, a un estrecho
valle de gran belleza y después llegué a
un camino que conducía directamente a la ciudad. Era el 25 de Diciembre, día de
Navidad. El clima estaba genial. Era un calor seco, picante, muy tolerable
aunque la temperatura a la sombra marcaba más de 35º C.
El sol
no incomoda jamás en estos países donde el aire contiene poco vapor de agua.
El día
siguiente fue dedicado a diversos paseos y excursiones. Nos trasladamos en
coche, por la mañana, hacia una pequeña villa a 7 kilómetros de Monterrey, y
muy cerca de varios manantiales de aguas sulfurosas que brotan al pie de las
montañas. Estos manantiales no son aprovechados, sólo se les visita por curiosidad a pesar de que
dos o tres de ellos son muy abundantes.
De allí
fuimos a visitar el cuartel de artillería, instalado en los cuartos del antiguo
obispado de la provincia, en la parte más alta de una colina muy empinada. Los
caminos que conducen hacia él están cubiertos de una capa de polvo fino, que
los caballos alborotan bajo sus cascos. Vamos constantemente en medio de una
sofocante nube, tan compacta que nos impide distinguir cualquier cosa a 20 metros
de distancia. Especialmente sobre la carretera Monterrey-Saltillo es donde nos
encontramos incómodos por esta especie de simún, pues su efecto es impregnar
toda nuestra ropa con una gruesa capa de arena amarillenta. Y parece que en
esta temporada todos los caminos que seguimos, a lo largo de más de 75 kilómetros, forman algo así como un
verdadero río de polvo.
Llegamos
por fin al cuartel, destino de nuestra excursión. Se nos permite la entrada. La
mayoría de los hombres están en el patio interior, sentados en el suelo a lo
largo de los muros, casi todos tienen una compañera al lado. Otros grupos están ocupados en otros
trabajos. El hombre limpia o repara algún objeto de sus pertrechos, la
mujer acomoda algunos artículos de su
tocador. La escena es curiosa de observar. Entramos a los cuartos de los
soldados. Tienen una apariencia pobre, creemos que el bienestar es
completamente desconocido. ¡Qué contraste con nuestros cuarteles-modelo, en los
que las instalaciones están limpias, bien cuidadas. Donde los hombres van bien vestidos
y no tienen ese aspecto demacrado, miserable, que tienen los artilleros de
Monterrey.
Regresamos
a la ciudad un poco después. Me percato por primera vez de que ciertas casas
tienen una bandera roja sobre sus puertas. Éstas son, al parecer, carnicerías,
y la pequeña bandera roja les sirve de insignia. También me percato de varias
tiendas grandes de paredes completamente repletas con estantes y bastidores desde
el piso hasta el techo. En estos
estantes y bastidores están alineados metódicamente una cantidad de paquetes
que contienen las mercancías más heterogéneas. Hay allí ropa, utensilios para
el hogar, y muchas más herramientas. Estas tiendas son los Montes de Piedad. Se
encuentran en cada esquina de la calle, y a veces, con un vistazo, se puede presenciar
el epílogo de pequeños dramas íntimos o el prólogo de comedias divertidas. Yo
vi un día entrar en uno de estos lugares a un hombre aún joven, acompañado de
su mujer o su novia. Después de algunas negociaciones con el prestamista, el
individuo se quitó la chaqueta y la colocó sobre el mostrador a cambio de unas
pocas monedas que se metió en el bolsillo. Y salió en mangas de camisa, al
parecer feliz y contento del brazo de su novia. Intrigado, los seguí hasta que llegamos al lugar donde estaba la feria
que he mencionado anteriormente, y donde la pareja se apresuró a colocarse bajo
una de esas tiendas donde se juega a la lotería. Todo esto había sucedido de la
manera más tranquila, como algo de lo más ordinario. Se puede decir en verdad que la benevolencia
del clima aquí, permite deshacerse, con esta desenvoltura, de la ropa. El
rastro de estas aduanas locales está quizá destinado a desaparecer en un futuro
más o menos cercano.
Después
de la apertura de la línea de ferrocarriles que tiene una comunicación directa
y constante entre los Estados Unidos y México, ha habido una inundación de
aventureros yankees en el norte de este último país. Monterrey se encuentra al
principio de la ruta y por eso ha retenido a un buen número de ellos. Vinieron
a perturbar la paz secular de esta antigua ciudad, despertando bruscamente del
entumecimiento en el que se encontraba sumergida durante tanto tiempo. Hasta ahora, en efecto, la influencia
americana solo está echando raíces. Los mestizos indio-mexicanos se desplazan
silenciosamente entre sus casas como antes, sus pesados carros tirados por diez
o doce bueyes, son además de 3 ó 4 carretones desvencijados, los únicos
vehículos que se encuentran por los caminos y sus conductores, por miedo sin
duda a perturbar la tranquilidad pública, casi no se atreven a alzar la voz
para arrear a sus bestias. De vez en cuando lanzan un tímido “psst” que les es
suficiente a estas dóciles bestias para animarlas a avanzar más rápido.
Los
frijoles constituirán aún durante largos años, sin duda, el plato principal, la base de todas las comidas.
Pero el
americano, aun con lo poco que ha entrado en contacto con los habitantes de
Monterey, ha ejercido ya, por diversos lados, una acción sobre su vida
interior: los precios de los alimentos se han encarecido de manera sensible, se
han abierto bares, los periódicos tejanos están comenzando a difundirse, la
antigua y única hospitalidad mexicana ha
encontrado un competidor americano. Por último, detalle ínfimo pero
característico: un pequeño bolero[5]
de San Antonio se aventuró hasta aquí solo un poco antes de la época de mi
llegada. Bajó del tren, no encontrando sino gente descalza o con sandalias. A
pesar de su decepción, no ha abandonado el lugar. Gracias a los extranjeros, ha
comenzado a ganarse la vida honestamente.
Todos
estos hechos considerados aislados, e incluso juntos, no tienen mucha
importancia aparente, pero son índices de cambio en la existencia futura de una
población anclada hasta este momento, lejos de las agitaciones, de los movimientos
y del progreso del mundo exterior.
Salimos
de Monterrey el 27 de diciembre a las 8 de la mañana. La compañía fue muy
numerosa en mi partida. Había sobre todo muchas damas y señoritas mexicanas muy
alegres. Apenas comenzar la marcha el
tren, irrumpieron a cantar. El tiempo es bueno, aunque un poco nublado. Pasamos
delante de Salinas y Villaldama. Después vi los desolados y silenciosos
paisajes que continúan hacia el norte de México, la pradera tejana. Toda esta
región es una belleza salvaje que provoca admiración.
Después
de pasar Lampazos vimos a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros, una tropa de
unos veinte o treinta jinetes. Cuando se encontraban más cerca de nosotros sus
pintorescos trajes y la rapidez de su paso, atrajeron la atención de todos los
pasajeros. Pareciera que quisiesen unirse al tren. Éste entonces los supera hasta que se
encuentran a unos cien metros distantes de la vía férrea. Los veo disminuir el paso en
este momento y finalmente desaparecer por la ladera de las montañas. ¿Qué harían
tantos en medio de estos desiertos? Nadie me lo pudo decir, pero me enteré
algunas horas después de que el personal del tren había recibido un aviso de
que seríamos atacados por unos bandidos antes de llegar al Rio Grande. Seis
hombres armados hasta los dientes se hallaban junto a los guardias y estaban
listos para cualquier emergencia. El resto del viaje se completó sin ningún
otro incidente y el 27 de diciembre, después de 24 horas consecutivas de camino
por tren, estábamos de regreso en nuestra estación astronómica."
[1] Los «beguinajes» (begijnhof en
neerlandés) eran los lugares donde vivían las beguinas. Solían estar
constituidos por una o dos filas de casitas unidas por corredores, enfermería e
iglesia, por lo general, todo construido alrededor de un patio o jardín. Eran
auténticos poblados dentro de una ciudad. Se encuentran sobre todo en Flandes y
los Países Bajos
[2] Jeu
de l'oie
[3] Rio Santa Catarina.
[4] Sic por Cerro de la Silla.