lunes, 2 de noviembre de 2015

El Capitán Nicolás Ochoa de Elejalde y sus descendientes. Herederos del Señor de la Capilla.

El Capitán Nicolás Ochoa de Elejalde y sus descendientes.

Herederos del Señor de la Capilla.


          Un interesante personaje de la historia de Monterrey durante el Siglo XVII es el Capitán Nicolás OCHOA de ELEJALDE y Navarro, hijo de Don Martin Ochoa de Elejalde y de Doña María Rojo de Ruelas Navarro propietarios de la inmensa hacienda de San Juan Bautista de los González en el Norte de Saltillo[1]. Dicha hacienda llegó a medir a principios del siglo XVII, más de 618 hectáreas.[2] Y “En 1617… era una de las nueve estancias, donde había indios de encomienda en el valle de Saltillo[3].

La familia de Doña María Rojo, madre del Capitán, fue una de las más acaudaladas de Saltillo y de tanto prestigio, que sus miembros recibieron el título de “Herederos del Señor de la Capilla”. Se llamaba y aún se sigue llamando de esta manera a la imagen de un Cristo Crucificado con más de 400 años de existencia a la que los fieles le han atribuido innumerables intervenciones milagrosas.  La imagen ha congregado a lo largo de todos esos años al pueblo religioso, especialmente al de Saltillo y del Noreste de México. Es parte del patrimonio cultural y religioso de México y un icono de identidad popular. Es un Cristo cruento, lleno de llagas y sangre, con la expresión profunda del dolor en su hermoso rostro de tez oscura.

La leyenda cuenta que la imagen de Cristo entró a Saltillo en una mula, sin que nadie supiera de dónde procedía. La mula se paró en medio de la plaza y allí no quiso moverse más. Los vecinos le dieron hospedaje y con el tiempo le construyeron su casa, es decir, su capilla. Leyenda aparte, es muy probable que la imagen haya llegado a lomo de mula ya que las cargas de la época eran trasladadas de esa manera por los arrieros. 
 
Por su parte, la historia narra que la imagen fue llevada a Saltillo por un rico comerciante de la época de nombre Santos Rojo (abuelo materno del Capitán Nicolás Ochoa de Elejalde) a principios del siglo XVII. En 1824 Don Lucas de las Casas, abogado de las audiencias de la república y cura de la Villa de Saltillo, escribe en una Novena dedicada a la imagen: “…el noble caballero europeo Santos Rojo, uno de sus primeros conquistadores y principales pobladores, compró y trajo la admirable y prodigiosa imagen… aunque no se ha podido averiguar cuando, en dónde, á quién, en cuanto lo compró ni de dónde lo trajo. De dichos documentos consta, que en el mes de marzo del año de 1608 lo puso y colocó en una capilla que con el título de animas había fabricado el espresado Santos Rojo en el crucero de la primera iglesia parroquial[4].

Don Santos Rojo, sus hijos y nietos con sus respectivas familias, adquirieron, con el correr del tiempo, por sus obras pías y la colaboración en la construcción de la capilla del Cristo, el título de herederos del Señor de la Capilla. No todos los descendientes de la familia, como sucede casi siempre, permanecieron en el mismo sitio, es decir en Saltillo, sino que construyeron sus respectivas familias en otras latitudes de México. A finales de la década de 1640, más o menos de unos 16 años de edad, el joven Nicolás Ochoa de Elejalde se trasladó a vivir al Nuevo Reino de León. Allí se casó con Doña Isabel de la Garza. Compró, de Juan de Solís, la hacienda de la Santa Cruz, a la que puso por nombre San Agustín, al oriente de Monterrey (En la actualidad Guadalupe NL).

          El Capitán Nicolás Ochoa se dedicó a la minería además de desempeñar varios puestos gubernamentales y militares en el Nuevo Reino de León. En 1659 fue regidor del Cabildo de Monterrey y en 1660 alcalde ordinario. Participó en las guerras que pretendieron pacificar a los indios naturales de la región. En 1686 estuvo encargado de comandar uno de los dos ejércitos bajo el mando del Capitán Alonso de León consignados a hacerle frente a los franceses que se pensaba estaban poblando la Bahía del Espíritu Santo. Las campañas de pacificación le merecieron mercedes y la encomienda de indios saratigua de nación borrados[5]. Superó Don Nicolás riesgos y peligros en los enfrentamientos contra "indios bárbaros" y en las expediciones a través de los desiertos del noreste de la Nueva España. Sin embargo, su destino era morir en un trágico accidente. 

          El Autor Anónimo de la Historia del Nuevo Reino de León del S. XVII relata la terrible muerte don Nicolás Ochoa. Dice que febrero de 1688 fue un mes aciago,  no sólo por la  muerte de 9 hombres en un encuentro entre soldados e indios serranos de Tamaulipas, sino además por la muerte, en Monterrey, de su Justicia Mayor.  Escribe:

“habiendo subido al cerro que llaman de las Mitras, distante dos leguas de la ciudad, el Capitán Nicolás de Ochoa, Justicia Mayor en ella y Regidor, a ver una mina que se trataba de beneficiar, la cual estaba en mucha altura, habiendo ya los barreteros comenzado a trabajar en ella y el susodicho sentándose encima de una laja a rezar ciertas oraciones, estando toda la gente descuidada, ora fuese que le diese al contenido algún vahido (sic), ó  que desmintiese la laja en un improviso, resbalo y cayo precipitado en una barranca de más de veinte estados y se hizo pedazos, cosa que no pudo remediar la gente, aunque oyeron, cuando iba cayendo, que invocó con el nombre de la Virgen, que sin duda en trance tan fuerte le favorecería, como a devoto suyo. La sierra es altísima y costó mucho trabajo el sacar el cuerpo, y causó mucha lástima a todos la muerte tan violenta”[6].

El acta de defunción del respectivo libro de la parroquia de Monterrey (actual catedral) registra la muerte el 13 de febrero de aquel año. Don Nicolás fue sepultado “en la Parroquial de esta ciudad con vigilia y misa de cuerpo presente y le mandaron decir sus hijos un novenario de misas cantadas en dicha parroquial y otro de misas rezadas en el Convento del Señor san Francisco”. [7]

Cerro de las Mitras, por Hector Martínez, via Flickr

Don Nicolás Ochoa de Elejalde y Doña Isabel de la Garza Montemayor González tuvieron al menos estos siete hijos:

-       Salvador   (n. hacia 1644) casado con Doña Catalina de la Garza Guerrero.

-   Capitán Joseph de Ochoa de Elejalde nacido en 1650[8] casado en primeras nupcias con Mencia de las Casas de la Vega (m. Monterrey 27 de septiembre de 1689)[9] y en segundas con Doña Teresa de Medina Cortés.

-       María Ochoa de Elejalde casada con Juan González.

-       Alférez Nicolás de Ochoa de Elejalde  (n. hacia 1659) Casado en primeras nupcias con Doña Lugarda de Medina. En segundas nupcias con Doña Margaríta de las Casas (m. Monterrey, 15 de enero de 1697)[10], en terceras nupcias con Doña Margarita García Dávila Cavazos (m. Monterrey  25 de Octubre de 1711)[11], y en cuartas nupcias con  Doña Josepha Méndez Tovar Gutierrez (m. Monterrey 16 de agosto de 1689)[12] 

-       Luisa Ochoa de Elejalde  nacida en Monterrey en 1666 y casada con Joseph de Escamilla Ayala (m. Monterrey 4 de enero de 1683)[13]

-     Blas Ochoa de Elejalde  bautizado el 31 de octubre de 1669[14]. Y casado con Doña Antonia Lozano de la Garza (m. Monterrey 4 de Junio de 1692)[15]

-       Isabel Ochoa  bautizada en Monterrey el 24 Dec 1671[16]  y casada con José Ayala

Una de las principales propiedades de esta familia fue la Hacienda de San Agustín. La estancia establecida en 1627 por Juan de Solís llamada de la Santa Cruz (en donde ahora se encuentra la cabecera municipal de Guadalupe, NL) fue comprada en 1658 por el capitán Nicolás Ochoa de Elejalde quien le cambió el nombre a “Hacienda de San Agustín”.  Tenía una extensión de 4 caballerías y cuarto (alrededor de 180 hectáreas). El 9 de enero de 1694 la propiedad fue dividida entre los hijos de Nicolás Ochoa e Isabel de la Garza exceptuando a María “mujer de Juan González, porque vendió su Parte a José de Ochoa, su hermano”[17].

Años más tarde, el 19 de febrero de 1710, Nicolás, el Mozo, vende a su cuñada Doña Teresa de Medina parte de su propiedad (media caballería de tierra)[18].  En esta hacienda se cultivaba caña de azúcar y maíz entre otros productos. En 1715 la hacienda fue expropiada por el licenciado Francisco de Barbadillo quien tenía orden del virrey Duque de Linares[19] de acabar con las congregas o encomiendas que esclavizaban a los indios. Barbadillo confiscó las tierras de la antigua hacienda de San Agustín de los Ochoa de Elejalde y en ellas estableció, en febrero de 1715 el pueblo de indios de Guadalupe. (Guadalupe NL).

Los Ochoa de Elejalde perdieron así su hacienda de San Agustín y nació en el mismo lugar una misión o pueblo de indios congregados de varios lugares de la Sierra Madre, y más tarde, en 1756,  del Pilón (Montemorelos NL).

Ya en épocas muy recientes (1980), cuando el ayuntamiento municipal concedió un escudo de armas a la ciudad de Guadalupe, se eligieron los símbolos que describen su historia. Uno de ellos, en el cuadrante superior izquierdo, es un Lobo Sable, es decir, un lobo color negro, insignia del apellido Ochoa de Elejalde debajo de un sol de gaules (rojo) representación del apellido Solís. Por ser Juan Solís el fundador de la Hacienda de la Santa Cruz y Nicolás Ochoa el primer patriarca de la Hacienda de San Agustín, que precedieron al "Pueblo de la Nueva Tlaxcala de Nuestra Señora de Guadalupe de Horcasitas". La presencia tlaxcalteca, como es obvio, también fue plasmada en el escudo con el jeroglífico en el cuadrante superior derecho representando a la república de Tlaxcala.

A la Izquierda Escudo del apellido Ochoa y a la derecha el Escudo de La Ciudad de Guadalupe, NL

Dos propiedades pertenecientes a algunos miembros de esta familia, específicamente a Margarita de las Casas, segunda esposa de Nicolás Ochoa, fueron también las que se hallaban frente a la plaza de armas (Plaza Zaragoza y hoy Macroplaza de Monterrey). Estaban ubicadas en las esquinas noreste y noroeste de las calles Zaragoza y Corregidora.  En 1712 el Capitán Nicolás Ochoa de Elejalde, el Mozo, hijo de Doña Margarita y el Capitán Nicolás Ochoa, el 30 de julio, vende parte de la propiedad a María Buentello de Morales casada con el Cap. José de la Serna por 180 pesos de oro común.

A lo largo de 300 años las propiedades tuvieron varios propietarios. Fueron usadas como viviendas y como tiendas comerciales. A fines del Siglo XIX la propiedad de la esquina noreste pertenecía a la Casa Comercial de Pedro Maíz y Compañía y lleva el nombre de Palacio de Cristal y más tarde, perteneció a la negociación Martín Vizcaya. En el S. XX se construyó allí el Edificio Layer con ornamentación “colonial”. Hoy el lugar forma parte de la Macroplaza.[20].



Antigua Plaza de Armas de Monterrey (Llamada Zaragoza desde 1864) Autor: Daniel Powers Whiting, 1846. Al fondo a la derecha el cerro de las Mitras. En la plaza a la derecha a uno y otro lado de la actual calle Zaragoza las propiedades de las que se hace referencia aquí. Para la época en que este cuadro fue realizado hacía ya mucho tiempo que no pertenecían a la familia Ochoa.

A. Lagrange y Hermano. Palacio Municipal (City Hall - side view, c. 1900). Calle Zaragoza de Norte a sur. A ambos lados del primer Plano esquinas noreste y noroeste del cruce de las Calles de Zaragoza y Corregidora. Las dos esquinas pertenecieron en su momento a miembros de la familia Ochoa de Elejalde. El Edificio de Arcos es el Palacio Municipal y al fondo se ve la desparecida iglesia del convento franciscano de San Andrés.

Mismas Esquinas vistas de sur a norte. En primer plano a la derecha, el edificio Layer. Foto publicada por el usuario Juan Crouset en Skyscraper. 



          Los descendientes del Capitán Ochoa de Elejalde llegaron a poseer riquezas, prestigio y propiedades. A Joseph Ochoa de Elejalde, uno de sus hijos mayores, le fueron concedidos por el Capitán Alonso de León, 35 sitios de ganado mayor y cinco de menor en la Mesa de las Amapolas a la orilla del río de La Pesquería[21].  Acumuló una fortuna muy considerable.  En su testamento del 10 de abril de 1708 se vislumbra la magnitud de sus posesiones en, ganado, caballos, bodegas de maíz, carbón, que comerciaba en la región.  Su testamento refleja también el estatus social y religioso que desempeñaba en Monterrey. Declara  haber sido mayordomo de la Cofradía de las Benditas Ánimas del Purgatorio. Como mayordomo debió haber hecho, a lo largo de su vida, diversas promesas y mandas a favor del culto y de la cofradía.  A su muerte deja a la cofradía 25 yeguas y 10 mulas mansas además de las 25 yeguas y caballo que le debe. Como era costumbre de la época pide se le recen un buen número de misas cantadas y rezadas por él y 40 misas  “por las almas de la gente muerta a su servicio”.  “Declara asimismo que dio a su hermano la mitad de la labor en el valle del Pilón (Montemorelos, NL) y 750 pesos en los sitios de  la Salada”[22].  Sus deudas también son reflejo de su fortuna: debe dinero al herrero, a un vecino del Pilón, al Marqués de la Torre, a su mayordomo, etc. Entre deudas en dinero, maíz y quizá otros productos, el monto total debió ascender a unos mil pesos. En su testamento, además de propiedades en el campo y la ciudad de Monterrey, ganado y tierras de cultivo, declara tener algunos esclavos.

Don Joseph Ochoa murió  en Monterrey  en mayo de 1708 un mes después de haber redactado su testamento.  Fue sepultado en la Iglesia de San Francisco el día 17 de mayo de 1708[23]. Su esposa Teresa de Medina lo siguió algunos años después: falleció el 11 de Marzo 1713[24]

He podido documentar, con la ayuda de los archivos eclesiásticos microfilmados por la Iglesia Mormona, algunas ramas genealógicas de los miembros de esta familia hasta la actualidad. Claro, dentro de lo posible y con sus limitantes.  Estos herederos del Cristo de la Capilla de Saltillo preservaron su prestigio pero no siempre su fortuna ni su hacienda. Por su parte, la ortografía de su apellido se fue modificando, del primitivo  “Ochoa de Elejalde” pasó a ser “de Ochoa” y actualmente es también simplemente “Ochoa”.




[1] Lo que hoy se conoce como Los González fue parte de esta hacienda.
[2] Cfr. CUELLO, José Saltillo Colonial: Orígenes y Formación de una Sociedad Mexicana en la Frontera Norte Archivo Municipal de Saltillo, 2004 p. 112.
[3] LCD 20 feb 1617 Cit por AAVV GARZA MARTINEZ, Valentina PEREZ ZEVALLOS, Juan Manuel Libro del Cabildo de la Villa de Santiago del Saltillo 1578-1655 CIESAS, 2002 p. 35
[4] DE LAS CASAS DE LA MOLA y FLORES, Lucas  Novena a Cristo Señor Nuestro Crucificado cuya portentosa imagen se venera en su capilla contigua a la Parroquia de la Villa del Saltillo. Reimpresa en la oficina del C Urbano Sanromán, Guadalajara 1824 p. 3.
[5] AAVV GARZA MARTINEZ, Valentina PEREZ ZEVALLOS, Juan Manuel Libro del Cabildo op. cit. p. 98.
[6] AAVV DE LEON Alonso, Un Autor ANONIMO y SANCHEZ de ZAMORA, Fernando Historia de Nuevo León con noticas sobre Coahuila, Tejas y Nuevo México, México 1909 p. 312
[7] Monterrey, NL Defunciones (Sagrario Metropolitano) LDS 605195 , im 33
[8] AAVV GARZA MARTINEZ, Valentina PEREZ ZEVALLOS, Juan Manuel Libro del Cabildo op. cit. p. 98
[9] Monterrey, NL Matrimonios (Sagrario Metropolitano) LDS 605179 im 19.
[10] Guadalajara Jal. Matrimonios (Dispensas) LDS 168113 im 309-312.
[11] Guadalajara Jal. Matrimonios (Dispensas) LDS 168353 im 307.
[12] Guadalajara Jal. Matrimonios (Dispensas) LDS 168112 im 142.
[13] Guadalajara Jal. Matrimonios (Dispensas) LDS 167982 im 117-223.
[14] Monterrey, NL Bautizos (Catedral) LDS 605147 im 14.
[15] Guadalajara Jal. Matrimonios (Dispensas) LDS 168057 im 201-206.
[16] Monterrey, NL Bautizos (Catedral) LDS 605147 im 19.
[17] Archivo Municipal de Monterrey PROTOCOLOS Volumen: 6 Expediente: 1 Folio: 11 NO. 5
[18] CAVAZOS GARZA, Israel Catálogo y síntesis de los protocolos del Archivo municipal de Monterrey, 1700-1725. 1164). IX, fol. 120, no. 36.
[19] Fernando de Alencastre Noroña y Silva XXXV  Virrey de Nueva España 13 de noviembre de 1710 - 16 de julio de 1716.
[20] Cfr. MENDIRICHAGA CUEVA, Tomás La Antigua Plaza de Armas de Monterrey, Lado Norte en anuario  Humanitas Numero 34 UANL Monterrey, N.L. 2007 pp.  29-43.
[21] AAVV GARZA MARTINEZ, Valentina PEREZ ZEVALLOS, Juan Manuel Libro del Cabildo op. cit. p. 98.
[22] CAVAZOS GARZA, Israel Catálogo y síntesis de los protocolos del Archivo municipal de Monterrey, 1700-1725 1127). VIII, fol. 359, no. 113.
[23] Monterrey, NL Defunciones (Sagrario Metropolitano) LDS 605195 im. 87.
[24] CAVAZOS GARZA, Israel Catálogo y síntesis de los protocolos del Archivo municipal de Monterrey, 1700-1725 No. 1295). X, fol. 49, no. 15.

lunes, 26 de octubre de 2015

Colegio, Iglesia y Cementerio de San Francisco Javier. Monterrey 1702-1815

Colegio, Iglesia y Cementerio de San Francisco Javier. Monterrey 1702-1815

En otras ocasiones y espacios virtuales se ha abordado el tema de la primera institución de estudios superiores que existió en el Nuevo Reyno de León. Es decir el Colegio Jesuita de San Francisco Javier que se estableció en Monterrey a principios del Siglo XVIII. Y que sería también el primer seminario. Sin embargo, creo que todavía queda mucho por descubrir en torno al Colegio y al trabajo de los Jesuitas en Monterrey. Junto al colegio se encontraba la Capilla de San Francisco Javier (Don Israel Cavazos, en uno de sus muchos e interesantes trabajos hace hincapié en no confundir esta capilla con la de San Francisco de Asís de los monjes franciscanos que, como es sabido, cerraba a la calle Zaragoza su paso hacia el lecho del Río Santa Catarina y fue demolida en 1914). La Capilla de San Francisco Javier, en vez,  estaba ubicada en la esquina norponiente de las actuales calles de Morelos y Escobedo. En donde hoy está la farmacia Benavides. Junto a la capilla estuvo el colegio y el cementerio. Y es precisamente de este cementerio del que trata principalmente el documento PDF que comparto al final de esta entrada.

Dos fragmentos del “Mapa de la Situación de la Ciudad de Monterrey en el nuevo Reyno de León…”. Atribuido a Cristóbal Bellido Faxardo, guardián y comisario de misiones. 15 de Febrero de 1791. Archivo General de la Nación MX09017AGNCL01SB01FO178MAPILUUS4262 Se señala con la letra F la iglesia de San Francisco Javier en la esquina nor-oeste de las actuales calles de Morelos y Escobedo. En el mapa original extrañamente el Norte está dirigido hacia abajo. La X señala un pozo de agua.

Desde 1704 hasta 1716 la mayoría de los difuntos de Monterrey debieron haber sido sepultados en el cementerio y en la misma capilla de San Francisco Javier. Esto fue durante el tiempo en que esta capilla hizo las veces de parroquia. Una vez que la iglesia parroquial volvió a ofrecer regularmente sus servicios religiosos y se suspendió la costumbre de sepultar habitualmente a los difuntos en  la Capilla de la Compañía, se hizo necesario un permiso explícito de los superiores jesuitas para llevar a cabo los entierros en este sitio. Y únicamente los vecinos de mayor liderazgo social y nivel económico, fueron sepultados en él si era su voluntad y lo dejaban consignado en sus testamentos. Se entiende además que debían efectuar por sí mismo o mediante sus albaceas los trámites y pagos convenientes.

Es interesante analizar las 365 actas de defunción de los 13 años en que regularmente se llevan a cabo los entierros en ese cementerio y capilla. De igual manera, los datos de las actas nos hacen reflexionar en esa sacralidad de la que habla Israel Cavazos en su artículo sobre la Iglesia de San Francisco Javier. Cavazos escribe: “…los reineros… Consideraban sagrado el sitio en el que la capilla semiderruida se negaba a caer. Ahí estaban (y estarán todavía) sepultados el gobernador Francisco Báez Treviño, muerto en 1727; su esposa doña Catalina de Maya y el padre jesuita Ignacio de Treviño, su hijo. Documentos de la época y los libros de entierros del archivo de la catedral, registran otros sepulcros en la capilla. El del capitán Joaquín de Escamilla, "junto a la pila del agua bendita", por haberlo dispuesto así en su testamento, otorgado el 10 de enero de 1711. El de Alonso Muñoz, originario de Querétaro, muerto aquí en ese mismo año. El de doña Juana de Treviño y el de Antonia González, su nieta, muerta ella en 1724”.

Pero no son solamente los restos de personajes de liderazgo social los que hacen, según me parece, sagrado aquel lugar, sino los cientos de hombres, mujeres y niños que encontraron en este sitio su último reposo.

Es por eso que vale la pena considerar los registros de defunción de aquellos 13 años en los que la Iglesia de San Francisco Javier actuó activamente en la vida diaria de la ciudad de Monterrey. Las actas reflejan las causas de muerte. Algunas comunes: enfermedades, accidentes, vejez, la elevada mortalidad infantil típica de aquellas épocas, etc. Otras “extraordinarias”: como era el caso  de morir en manos de “indios” “bárbaros” e “infieles” o ahogado. Estaban también aquellos, como ha sucedido siempre, que morían en su propia cama durante la noche, sin saber la causa.

Anónimo. Escena de la vida de san Francisco Xavier (El bautismo de los infieles) Oleo sobre Lámina. 29 x 37.3 cm S. XVIII Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México. 


En el siguiente documento PDF desarrollo los datos cronológicos de estas 3 instituciones jesuitas (Capilla, Colegio y Cementerio) y analizo los datos de los 365 registros de defunciones asentadas en el libro respectivo durante los años que da servicio ese cementerio. Son precisamente estos registros específicos la constancia de un espacio histórico sagrado situado en el corazón de la actual avenida Morelos. Espero les sea de interés.




miércoles, 29 de julio de 2015

El paso de Venus por Monterrey 1882. (Segunda Parte)

La relación de viaje de Albert Lancaster Inspector del Observatorio Real de Brucelas.


En esta segunda parte de la relación de viaje de Alberto Lancaster transcribo la traducción del texto referente a la estancia en Monterrey. Desde su llegada el 19 de Diciembre de 1882. 

A los lectores más entusiastas les recomiendo ir directamente al documento PDF que comparto al final. Allí encontrarán la relación completa desde la su salida de la ciudad de San Antonio, un día antes, la descripción del camino desde Laredo hasta Monterrey y su estancia en la ciudad que enseguida transcribo aquí.

Lancaster escribe:

"Monterrey, capital del Estado de Nuevo León, es una de las ciudades más importantes del Noreste de México. Su población estimada es de unos 20,000 habitantes. Como su nombre lo indica, está rodeada de montañas, que se encuentran al Este, al Sur y al Oeste.

Al Norte  y al Noreste se abre un valle inmenso, cubierto en parte con campos muy fértiles con varias pequeñas ciudades y numerosos pueblos. Un río bastante amplio, el San Juan, cruza por el sur la ciudad de  oeste a este. Lleva aguas profundas y revueltas en verano. Pero en invierno es generalmente casi seco.  Es así como me tocó observarlo en la última quincena de diciembre de 1882. En ese momento estaba desde hacía  tiempo sin  agua, ya que su lecho llevaba el rastro de varios caminos que iban de una orilla a otra, formados por el paso continuo de los peatones y de vehículos de todas las clases.

La propia ciudad está situada sobre la margen izquierda del  río San Juan. A lo largo de la rivera derecha se ven escalonadas las chozas de la población india. Estas chozas, hechas de troncos de caña de azúcar y cubiertas de paja, recuerdan  en parte las de los negros del África ecuatorial. Casi no hace falta añadir que tienen una apariencia muy pobre.

Las criaturas que habitan en estas chozas tienen un exterior sucio y miserable; una multitud de perros y algunos cerdos se revuelcan entre ellos.

Estos indios gozan de una muy triste reputación. Me los describieron como si formaran sólo una banda de  asesinos y ladrones a los que era prudente no acercarse al caer la noche.  Sin embargo yo tenía  la curiosidad de explorar. Recorrí el pueblo en toda su longitud, no sin suscitar un vivo interés entre sus habitantes y sin alarmar a los perros y a la gente a mi paso.  Pero llegue al final sin problemas. Encontré, ciertamente, muchas caras ambiguas, pero no me inquieté de ninguna manera.



La impresión que experimentamos al entrar a Monterrey, la noche de nuestra llegada, fue profunda. Nunca olvidaré la calma de estas calles casi desiertas, de las casas pesadas y masivas, semejando  prisiones por sus ventanas llenas de grandes barrotes de hierro.

Me parecía penetrar en una ciudad muerta o en un gran beguinaje[1] . Tenía aún los oídos llenos del ruido y la algarabía de San Antonio, al que habíamos dejado hacía menos de 24 horas. Aquí todo era silencioso: no había un grito, ni el menor ruido de un carruaje. Por allí había un hombre o una mujer, descalzo, pasando como una sombra, a lo largo de las casas, rápidamente, disimulándose lo más posible.

Aunque miraba cada cruce de las calles con la esperanza de descubrir alguna esquina que tuviera un rasgo de vida u ofreciera un poco de movimiento no encontraba nada, absolutamente nada. Sólo en el Hotel Iturbide, donde mis camaradas y yo descansamos,  nos dimos cuenta, por fin, de que Monterrey  no era una ciudad completamente abandonada.

Mucho  antes del atardecer,  las cosas cambiaron de cara; paseándome un poco  al azar  llegué a uno de los lugares principales de la ciudad, donde se tenía una clase de feria, y encontré allí a una muchedumbre ruidosa y llena de entusiasmo.
La ocasión servía muy bien para hacer un estudio de las costumbres locales. Se llenó todo el perímetro del lugar de pequeñas tiendas donde se apilaba un numeroso público. En todas se jugaba con entusiasmo.

El juego preferido era la lotería. Nada era más curioso y más interesante que la imagen de esta gente con sus trajes pintorescos, sentada en filas apiñadas alrededor de grandes mesas, iluminadas por una o dos lámparas humeantes. Los ojos brillando con la esperanza de ganar.  Estaba allí el tosco con el reflejo de salvaje en su mirada; su actitud y su gesto indicaban un entusiasmo nervioso intenso, apenas contenido por los visibles esfuerzos de la voluntad. A veces estallaban repentinamente peleas violentas sin motivo: un desacuerdo  con respecto al número ganador,  un reclamo  al dueño de la tienda. Parecían estar decididos a llegar a las manos,  pero los demás jugadores  quienes no estaban perjudicados  por el asunto, imponían inmediatamente silencio a los pendencieros y se establecían nuevas partidas rápidamente.  En algunos de estos puestos se hacían apuestas altas.  Las mesas se cubrían de pesos (monedas de plata con valor de 5 francos), incluso monedas de oro. Un hecho curioso: la gran mayoría de estos fanáticos a la lotería no conocían los signos de los números, éstos eran sustituidos por pequeñas viñetas, como en nuestro “juego de la oca”[2]. Al centro de la plaza se hallaban algunos paseantes, seguramente reducidos a este papel más tranquilo y modesto por el estado precario de su bolsillo o por la mala suerte. 

Vestidos con mucha gracia en sus amplios mantos de diversos tonos,  la cabeza cubierta con grandes sombreros portados orgullosamente, hablaban entre ellos en grupos con animación y vivacidad extraordinaria, conservando siempre en su paso y en sus movimientos, esa distinción y esa elegancia nativa que le es propia al pueblo de raza española.

Las muchachas y las mujeres permanecían sentadas sobre grandes losas de piedra, colocadas de tanto en tanto por todo el rededor de la plaza a manera de bancos.

Como se hacía tarde, pensé en recogerme al hotel, pero no sin antes  beber un vaso de mezcal, licor del que me habían hablado bastante en San Antonio y que se asemeja mucho a la ginebra por su gusto y su color. Es otro producto de la destilación de la savia del maguey.

Paseando por las calles desoladas, observé que las ventanas no tenían vidrios, hecho que había escapado a mi atención algunas horas antes, en el momento de nuestra llegada. Se podía así ver perfectamente todo lo que pasaba en los cuartos iluminados  de la planta baja: en algunas casas, donde había tertulia o recepción, grupos de señoras conversaban entre ellas meciéndose en sus mecedoras o butacas.

En los apartamentos no iluminados, los moradores estaban generalmente sentados tras los barrotes de las ventanas.  Estas sobresalen hacia la calle como nuestros balcones y aproximadamente no más de 50 centímetros sobre el suelo. Están de alguna manera, sobre la vía pública.

De noche se cierran estas Puertas-Ventanas mediante unos postigos.

También me llamaron la atención los recorridos  de los serenos,  pues sus linternas eran como pequeños faroles brillando en las esquinas de las calles.
Estos vigilantes lleven en las manos una piqueta que hace resonar sobre el pavimento a intervalos. Por lo general se sientan en la acera y colocan sus linternas sobre el piso delante de ellos. Y están repartidos de tal manera, que ninguno de los hombres  tiene a la vista dos de sus colegas; por esta táctica la alarma o señal dada en un punto se puede transmitir rápidamente por toda la ciudad.

Tuve la oportunidad algunos días más tarde, pasando bajo la custodia policial, de asistir a la inspección de los cuerpos de vigilancia. Estaban alineados en dos filas, con sus piquetas en una mano y la linterna en la otra. Al terminar la inspección, se dispersaron para regresar a puestos respectivos. Fue un espectáculo muy curioso.

Al día siguiente, salí temprano a la calle para tener un mejor conocimiento de los diversos barrios de Monterrey.

Mi primera visita fue al parque de Zaragoza, que forma una admirable Plaza de amplias dimensiones, provista de bellos árboles, entre los cuales dominan magníficos naranjos. En el centro de la plaza se aprecia una preciosa fuente en mármol.

La Plaza está limitada por un extremo por el Palacio gubernamental, un edificio de grandes dimensiones y de apariencia más bien insignificante en la que se reúnen diversas administraciones civiles y judiciales. El extremo opuesto lo ocupa, en parte,  la catedral.  Cerca a ella se observa la oficina de correos.  Casas particulares, almacenes y cafés rematan La Plaza de Zaragoza a derecha e izquierda del Palacio.

Voy a ver primero el ayuntamiento y la corte.  Empleados muy amables me hacen pasar por un conjunto de oficinas y me dan alguna información interesante sobre la organización de los poderes municipales en México.  Me enteré,  entre otras cosas,  que todos los cargos electivos son absolutamente gratuitos en este país.

Asistí  también a una sesión del tribunal. Los acusados permanecen de pie al fondo de la sala mantenidos a raya por hombres de la policía. Los jueces y los abogados van vestidos  de civil al igual que en los Estados Unidos.

De allí, me dirijo a la catedral, que, sin ofrecer nada de notable, merece, sin embargo, una visita.

Voy a continuación a la oficina de Correos,  pero la hallo cerrada. Se me dice que así está diariamente de doce a una. Regreso después de una hora con el deseo de adquirir algunos timbres para las cartas que se dirigen a Europa. Pero el empleado me explica, para mi gran asombro,  que en México se prohíbe la venta de  los sellos de correo y que la correspondencia debe ser entregada en su totalidad en la oficina, que es quien estampa los timbres. Precaución singular, cuya utilidad o necesidad, aún hoy, no la puedo comprender.

La hora del mediodía en Monterrey es anunciada por un toque general de campanas. A esa hora la plaza está llena de gente y para los extranjeros hay entonces mucho material de interesante observación.

Puedo ver también que el mexicano tiene el pie de una pequeñez extrema.  Es apenas más grande que el de un niño entre nosotros, y a pesar de esta conformación parece natural, no presenta nada de desagradable.

También observo en la Plaza de Zaragoza, y por primera vez en mi vida, un oficial cojo. Sí, cojo, aunque el hecho parezca poco creíble. Este oficial, sin embargo, estaba de servicio activo, pues se hallaba encargado de varias compañías.  No obstante, el hecho no era demasiado sorprendente, dado el desaliño de la mayor parte de los militares de Monterrey. Nunca había conocido tropas regulares tan miserablemente vestidas, de aspecto tan negligente y de talante tan poco marcial.
Los policías no resultaban mejor librados respecto al uniforme. Me refiero a aquellos cuyas funciones me parecen similares a las de nuestros “funcionarios de ciudad”. Uno de ellos, con quien me codeaba todos los días, iba descalzo, tenía un pantalón de lino casi en harapos y una chaqueta de apariencia sucia  por el polvo y salpicada por numerosas manchas de grasa. 

Por la noche, la plaza ofrecía no menos animación que al medio día. El público era regularmente numeroso los días en que se escuchaba música militar. Durante el concierto, los hombres se paseaban alrededor de la plaza caminando en un sentido y las damas en otro. Todos ellos con el cigarrillo en los labios.

A mí, lo que me atraía cada noche hacia esta plaza,  era la perspectiva admirable enmarcada por montañas bajo el efecto de la clara brillantez de luna; estas montañas parecían entonces más cercanas y sus formas más gigantescas que durante el día; sus masas grandiosas se perfilaban con el cielo al fondo adquiriendo contornos raros y fantásticos. Una temperatura de una suavidad excepcional venía a añadirse al encanto de estas veladas nocturnas.

El mercado de Monterrey es también muy curioso para visitar. Allí es donde se pueden ver los tipos  más característicos del mestizo indio mexicano.  Frutas y legumbres de toda clase, la mayoría desconocidas en nuestras regiones del norte de Europa, se extienden sobre el suelo o en los estantes del mercado.

De las frutas que conocemos, hay allí naranjas de un sabor y una fragancia exquisitos. Nunca  había comido yo nada que se le iguale.

Muchos comerciantes ofrecen a la venta pequeños panes de azúcar llamados piloncillas [SIC]. Es una especialidad del norte de México. Estos piloncillas son pequeños conos de azúcar prieta, de un sabor muy agradable aunque un poco agrio.  Este azúcar es el producto inmediato del jugo de la caña cocido por los campesinos. Se hierve este jugo hasta el punto de espesarlo considerablemente, después se deja cuajar en sus moldes.

Una área del mercado está especialmente reservada a la venta de pequeños objetos de terracota, artesanías multicolores. Hay un gran comercio de estas pequeñas cosas, al igual que de la joyería en filigrana de oro y plata.


Después de dos días recorriendo y paseando por la ciudad de Monterrey en todas direcciones, estaba yo ansioso de ir a conocer las montañas que rodean ininterrumpidamente de este a oeste la rivera derecha del San Juan[3]. Uno de ellos en particular, una cumbre majestuosa predomina sobre las demás, llamó mi atención. Se le nombra Silla de la Señora[4] y, en efecto, su parte superior se asemeja a una montura amazona. Por la tarde, partí con la firme intención de escalar hasta la cima, pero tuve que abandonar este proyecto, reconociendo, después de más de una hora de camino, que estaba aún muy lejos de la base. El aire es tan puro en este país, que los objetos situados a varias leguas parecen muy cercanos, y uno se desorienta a la hora de calcular la distancia con puntos de referencia lejanos.

Por tanto me vi obligado a renunciar a ascender a la Silla, y remonté a una montaña menos distante y con menos altitud. Después de una hora de esfuerzo, llegué al final de mi escalada y presencié un espectáculo de belleza incomparable que me mantuvo cautivado por largo rato. Vi a mis pies más de 20 villas y ciudades, comenzando por Monterrey, cuyas casas pintadas de rojo, amarillo, azul y verde, todos los colores del arco iris,  colocadas de forma que contribuían a formar una composición muy extraña, muy original, pero también muy pintoresca. Esta antigua ciudad mexicana, se mantuvo por varios siglos sin ningún tipo de relación con otros pueblos e incluso con las regiones sureñas y más civilizadas de México. Tiene un cierto aire oriental cuando se la contempla a distancia y desde cierta altura. Aún hoy, a parte de las vías férreas y los visitantes del Hotel, nada se asemeja a los Estados Unido o a Europa.

El valle de Monterrey se despliega hacia el Noreste de la ciudad, y va estrechándose a medida que avanza hacia el Norte. Abajo Monterrey se extiende aproximadamente unas 30 leguas, más allá, la distancia varía entre 5 y 6 leguas. El roble y el nogal, el plátano, la naranja y la piña crecen rodeados de inmensos campos de trigo y maíz y de enormes plantaciones de caña de azúcar y maguey. Este valle es famoso por su belleza, su fertilidad y por saludable.

Hacia el sur se extiende una cordillera de montañas elevadas, de tonalidad azul oscuro y de picos escarpados. En un cierto punto esta cadena montañosa cambia bruscamente hacia el SSO. Este cambio de dirección me permitió apreciar parcialmente el Valle de Saltillo y la mayoría de las villas allí escalonadas.

Mientras daba rienda suelta a mi admiración en el puesto de observación donde me encontraba, vi avanzar rápidamente en el horizonte un buitre de grandes dimensiones. De una especie muy común en las praderas de Texas.  Al principio no le presté atención, pero un segundo, después un tercero y en fin, un cuarto buitre aparecieron  por distintos lugares, todos dirigiéndose hacia la montaña donde me hallaba tan tranquilo en una quietud casi absoluta.  Mi curiosidad se despertó poco a poco y pronto dio paso a una verdadera sorpresa ya que vi que esas enormes aves de rapiña, se habían multiplicado considerablemente formando una parvada sobre mi cabeza, planeando y acercándose considerablemente a mí. Pensé de inmediato que habría algún animal muerto en los alrededores, pero finalmente me di cuenta que era mi propia persona  el objetivo de estos  molestos visitantes y venían hacia mí.  El estado de inmovilidad en el que estuve por tanto tiempo contemplando el espléndido panorama del Valle de Monterrey los habría evidentemente engañado.  Pensarían que había pasado de la vida a la muerte y me habrían considerado así digno de su codicia. En un momento muchos de ellos llegaban rondando tan cerca de mí, que los hubiese alcanzado fácilmente con un palo. Sus alas desplegadas eran de proporciones aterradoras y con el rápido movimiento que llevaban me hubiera podido tumbar de un golpe por el suelo. Tuve que hacer ruido y lanzarles unas piedras para mostrarle, a esos enemigos improvisados, que estaban alborotados innecesariamente.

Es sabido que los buitres nunca atacan a los seres vivos. Así que yo no estaba preocupado de ser atacado por esa banda que me había molestado de manera tan desagradable. Sin embargo, juzgué más prudente retirarme de ese lugar en el que mientras se admiraba el paisaje era necesario hacer gesticulaciones para evitar el contacto con esas aves de rapiña. Llegué, no sin dificultades, a un estrecho valle de gran belleza  y después llegué a un camino que conducía directamente a la ciudad. Era el 25 de Diciembre, día de Navidad. El clima estaba genial. Era un calor seco, picante, muy tolerable aunque la temperatura a la sombra marcaba más de 35º C.

El sol no incomoda jamás en estos países donde el aire contiene poco vapor de agua.

El día siguiente fue dedicado a diversos paseos y excursiones. Nos trasladamos en coche, por la mañana, hacia una pequeña villa a 7 kilómetros de Monterrey, y muy cerca de varios manantiales de aguas sulfurosas que brotan al pie de las montañas. Estos manantiales no son aprovechados, sólo  se les visita por curiosidad a pesar de que dos o tres de ellos son muy abundantes.

De allí fuimos a visitar el cuartel de artillería, instalado en los cuartos del antiguo obispado de la provincia, en la parte más alta de una colina muy empinada. Los caminos que conducen hacia él están cubiertos de una capa de polvo fino, que los caballos alborotan bajo sus cascos. Vamos constantemente en medio de una sofocante nube, tan compacta que nos impide distinguir cualquier cosa a 20 metros de distancia. Especialmente sobre la carretera Monterrey-Saltillo es donde nos encontramos incómodos por esta especie de simún, pues su efecto es impregnar toda nuestra ropa con una gruesa capa de arena amarillenta. Y parece que en esta temporada todos los caminos que seguimos, a lo largo de más  de 75 kilómetros, forman algo así como un verdadero río de polvo.

Llegamos por fin al cuartel, destino de nuestra excursión. Se nos permite la entrada. La mayoría de los hombres están en el patio interior, sentados en el suelo a lo largo de los muros, casi todos tienen una compañera al lado.  Otros grupos están ocupados en otros trabajos. El hombre limpia o repara algún objeto de sus pertrechos, la mujer  acomoda algunos artículos de su tocador. La escena es curiosa de observar. Entramos a los cuartos de los soldados. Tienen una apariencia pobre, creemos que el bienestar es completamente desconocido. ¡Qué contraste con nuestros cuarteles-modelo, en los que las instalaciones están limpias, bien cuidadas. Donde los hombres van bien vestidos y no tienen ese aspecto demacrado, miserable, que tienen los artilleros de Monterrey.

Regresamos a la ciudad un poco después. Me percato por primera vez de que ciertas casas tienen una bandera roja sobre sus puertas. Éstas son, al parecer, carnicerías, y la pequeña bandera roja les sirve de insignia. También me percato de varias tiendas grandes de paredes completamente repletas con estantes y bastidores desde el piso hasta el techo.  En estos estantes y bastidores están alineados metódicamente una cantidad de paquetes que contienen las mercancías más heterogéneas. Hay allí ropa, utensilios para el hogar, y muchas más herramientas. Estas tiendas son los Montes de Piedad. Se encuentran en cada esquina de la calle, y a veces, con un vistazo, se puede presenciar el epílogo de pequeños dramas íntimos o el prólogo de comedias divertidas. Yo vi un día entrar en uno de estos lugares a un hombre aún joven, acompañado de su mujer o su novia. Después de algunas negociaciones con el prestamista, el individuo se quitó la chaqueta y la colocó sobre el mostrador a cambio de unas pocas monedas que se metió en el bolsillo. Y salió en mangas de camisa, al parecer feliz y contento del brazo de su novia. Intrigado, los seguí  hasta que llegamos al lugar donde estaba la feria que he mencionado anteriormente, y donde la pareja se apresuró a colocarse bajo una de esas tiendas donde se juega a la lotería. Todo esto había sucedido de la manera más tranquila, como algo de lo más ordinario.  Se puede decir en verdad que la benevolencia del clima aquí, permite deshacerse, con esta desenvoltura, de la ropa. El rastro de estas aduanas locales está quizá destinado a desaparecer en un futuro más o menos cercano.
 
Después de la apertura de la línea de ferrocarriles que tiene una comunicación directa y constante entre los Estados Unidos y México, ha habido una inundación de aventureros yankees en el norte de este último país. Monterrey se encuentra al principio de la ruta y por eso ha retenido a un buen número de ellos. Vinieron a perturbar la paz secular de esta antigua ciudad, despertando bruscamente del entumecimiento en el que se encontraba sumergida durante tanto tiempo.  Hasta ahora, en efecto, la influencia americana solo está echando raíces. Los mestizos indio-mexicanos se desplazan silenciosamente entre sus casas como antes, sus pesados carros tirados por diez o doce bueyes, son además de 3 ó 4 carretones desvencijados, los únicos vehículos que se encuentran por los caminos y sus conductores, por miedo sin duda a perturbar la tranquilidad pública, casi no se atreven a alzar la voz para arrear a sus bestias. De vez en cuando lanzan un tímido “psst” que les es suficiente a estas dóciles bestias para animarlas a avanzar más rápido.

Los frijoles constituirán aún durante largos años, sin duda, el plato  principal, la base de todas las comidas.


Pero el americano, aun con lo poco que ha entrado en contacto con los habitantes de Monterey, ha ejercido ya, por diversos lados, una acción sobre su vida interior: los precios de los alimentos se han encarecido de manera sensible, se han abierto bares, los periódicos tejanos están comenzando a difundirse, la antigua y única hospitalidad  mexicana ha encontrado un competidor americano. Por último, detalle ínfimo pero característico: un pequeño bolero[5] de San Antonio se aventuró hasta aquí solo un poco antes de la época de mi llegada. Bajó del tren, no encontrando sino gente descalza o con sandalias. A pesar de su decepción, no ha abandonado el lugar. Gracias a los extranjeros, ha comenzado a ganarse la vida honestamente.
Todos estos hechos considerados aislados, e incluso juntos, no tienen mucha importancia aparente, pero son índices de cambio en la existencia futura de una población anclada hasta este momento, lejos de las agitaciones, de los movimientos y del progreso del mundo exterior.

Salimos de Monterrey el 27 de diciembre a las 8 de la mañana. La compañía fue muy numerosa en mi partida. Había sobre todo muchas damas y señoritas mexicanas muy alegres.  Apenas comenzar la marcha el tren, irrumpieron a cantar. El tiempo es bueno, aunque un poco nublado. Pasamos delante de Salinas y Villaldama. Después vi los desolados y silenciosos paisajes que continúan hacia el norte de México, la pradera tejana. Toda esta región es una belleza salvaje que provoca admiración.

Después de pasar Lampazos vimos a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros, una tropa de unos veinte o treinta jinetes. Cuando se encontraban más cerca de nosotros sus pintorescos trajes y la rapidez de su paso, atrajeron la atención de todos los pasajeros. Pareciera que quisiesen unirse al tren.  Éste entonces los supera hasta que se encuentran a unos cien metros distantes  de la vía férrea. Los veo disminuir el paso en este momento y finalmente desaparecer por la ladera de las montañas. ¿Qué harían tantos en medio de estos desiertos? Nadie me lo pudo decir, pero me enteré algunas horas después de que el personal del tren había recibido un aviso de que seríamos atacados por unos bandidos antes de llegar al Rio Grande. Seis hombres armados hasta los dientes se hallaban junto a los guardias y estaban listos para cualquier emergencia. El resto del viaje se completó sin ningún otro incidente y el 27 de diciembre, después de 24 horas consecutivas de camino por tren, estábamos de regreso en nuestra estación astronómica."  



[1] Los «beguinajes» (begijnhof en neerlandés) eran los lugares donde vivían las beguinas. Solían estar constituidos por una o dos filas de casitas unidas por corredores, enfermería e iglesia, por lo general, todo construido alrededor de un patio o jardín. Eran auténticos poblados dentro de una ciudad. Se encuentran sobre todo en Flandes y los Países Bajos
[2] Jeu de l'oie
[3] Rio Santa Catarina.
[4] Sic por Cerro de la Silla.
[5] “décrotteur”: lustrabotas

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domingo, 26 de julio de 2015

El paso de Venus por Monterrey 1882. (Primera Parte)

La relación de viaje de Albert Lancaster Inspector del Observatorio Real de Brucelas.


Albert Lancaster
Hace algunos años, buscando imágenes antiguas de Monterrey me encontré en Google un libro muy interesante de título: I Le Nord du Mexique II De la Nouvélle Orléans a la Havane. [1]. En ese momento sólo me limité a copiar un par de imágenes relacionadas con Monterrey para incluirlas en Wikipedia y otros sitios Web. Traduje del texto ciertos párrafos que me llamaron la atención acerca de Ciudad y algunas impresiones del autor sobre su experiencia regiomontana. Pero siempre pensé que este texto necesitaba ser analizado con más seriedad y aprovechar su contenido, que efectivamente aporta datos al conocimiento de la situación de la ciudad en la década de 1880. En esta ocasión me atreví a traducir libremente la primera parte de este libro tan interesante. Aunque creo que la traducción final no resultó tan mal, debo reconocer que al traducir siempre, de alguna manera, se traiciona.

El autor del libro es el científico belga Albert Lancaster Meteorólogo Inspector del Observatorio Real de Brucelas y miembro del Comité Central y la Biblioteca de la Sociedad Real Belga de Geografía. Según sus propias palabras, en diciembre de 1882 él se encontraba "en San Antonio  de Bexar, Texas y formaba parte de la misión belga enviada a los Estados Unidos para observar el paso de Venus sobre el Sol". El trabajo de observación de ese fenómeno astronómico debió realizarse en el mismo San Antonio. El 6 de diciembre de aquel año faltando tres minutos para las 8 de la mañana, hora de Texas y del Noreste Mexicano, comenzó el tránsito visible de Venus entre la tierra y el Sol. Un punto negro se desplazó lentamente contrastando con la circunferencia solar a lo largo de 7 horas y 18 minutos. 




La primera parte del libro "Le Nord du Mexique..." sin embargo, habla de otra trayectoria, no la de Venus de un extremo al otro del sol, sino la del Sr. Lancaster desde San Antonio. Texas, hasta Monterrey. El relato, sin duda es muy interesante y difiere de otros de su época por varios motivos.

1.        El narrador es un científico, no un militar ni un comerciante. A Lancaster le interesan las montañas, teoriza sobre su formación geológica. Observa la vegetación y se asombra de la limpieza del aire “de una pureza tal – escribe – que   las cimas de las montañas ubicadas a más de 25 leguas de distancia me parecían estar a unos cuantos kilómetros solamente”. Afirma que al clima en extremo seco, se atribuye la aridez del suelo y contribuye a la ausencia de enfermedades de las vías respiratorias en la población

2.     A diferencia de otros relatos de viajeros del siglo XIX, el autor es europeo, no americano. Las construcciones regiomontanas no despiertan ese interés tan especial como en el caso de visitantes norteamericanos en particular a veteranos de guerra. Para Lancaster, acostumbrado a la Monumental arquitectura europea, los edificios de la ciudad carecen de mérito. No repara en el estilo arquitectónico barroco o autóctono del Obispado. Para él es sólo un cuartel en el que “La mayoría de los hombres están en el patio interior, sentados en el suelo a lo largo de los muros, casi todos tienen una compañera al lado…. – Anota – Tienen   una apariencia pobre, creemos que el bienestar es completamente desconocido. ¡Qué contraste con nuestros cuarteles-modelo, en los que las instalaciones están limpias, bien cuidadas. Donde los hombres van bien vestidos y no tienen ese aspecto demacrado, miserable, que tienen los artilleros de Monterrey”.  Para Lancaster la Catedral no ofrece nada de notable aunque merece una visita. No hace ni una sola mención del Convento franciscano de San Andrés.

3.     En el relato hay una cierta crítica a las instituciones gubernamentales, al sistema de correos y especialmente a la policía y al ejército del que destaca su desaliño. Asegura: “Nunca  había conocido tropas regulares tan miserablemente vestidas, de aspecto tan negligente y de talante tan poco marcial”.

4.     Para Lancaster, Monterrey es una ciudad silenciosa despertando de su letargo y centenario aislamiento. A su llegada a la ciudad el autor escribe: “Me parecía penetrar en una ciudad muerta o en un gran beguinaje. Tenía aún los oídos llenos del ruido y la algarabía de San Antonio, al que habíamos dejado hacía menos de 24 horas. Aquí todo era silencioso: no había un grito, ni el menor ruido de un carruaje. Por allí había un hombre o una mujer, descalzo, pasando como una sombra, a lo largo de las casas, rápidamente, disimulándose lo más posible”  Sin embargo, el ferrocarril estaba alterando esa paz ancestral. La reciente inmigración de norteamericanos, con la ayuda del tren, inyectaba nuevas formas de comercio. La hospitalidad mexicana competía ahora con hoteles americanos.

5.     En su relato, Lancaster, menciona anécdotas triviales, pero a la vez, llenas de interesantes detalles así como personajes peculiares: un bolero tejano residente en Monterrey, un gendarme cojo, una pareja de novios de visita en la casa de empeño, jugadores de lotería, etc.

En la próxima entrada del Blog compartiré el relato textual de Lancaster y su experiencia en la Ciudad de Monterrey, con un enlace al texto completo en español en formato PDF.
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1. LANCASTER, A I LeNord du Mexique II de la Nouvelle orléans a la Havane par A. Lancaster Météorologiste-inspecteur a L´observatoire Royal de Bruxelles, Membre du Comité Central et Bibliothécaire de la Société royale Belge de Heographié, Mons Hector Mancepux, Éditeur 1889 

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    Como un dato ulterior al evento astronómico del Paso de Venus y su influencia en Monterrey, no está de sobra incluir esta interesante imagen. El Fotógrafo es Winfield Scott y capta una escena urbana de principios del Siglo XX. Un grupo de personas posa para la cámara del artista en el cruce de la Calle del Roble (hoy Juárez) y 15 de Mayo. En la esquina sur-poniente hay un negocio cuyo dueño ha decidido nombrerlo EL PASO DE VENUS. Que duda cabe que el acontecimiento influyó de alguna forma en la mentalidad regiomontana como lo hace hoy día la publicidad mundial. 



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