Es imposible estar “en las botas” de los soldados de cualquier batalla, menos aún en una de hace 165 años. Cada bando tiene sus razones y “justificaciones” para hacer la guerra, pero los soldados de a pié son la carne de cañón. Antes y ahora. La historia se repite, prevalece el más fuerte. Pero para quienes conocemos la geografía urbana de Monterrey es fácil imaginarnos metidos en medio de los disparos, cañones y bayonetas de la batalla del 21-24 de Septiembre de 1846 entre los ejércitos de Estados Unidos y México. Ya los americanos habían tomado el Obispado y bajaban del cerro por las actuales calles de Hidalgo y Padre Mier. Así describe parte de aquella batalla un soldado americano que la vivió de cerca[1]:
"Finalmente se dio la señal y con un rugido de bestias salvajes, los dos comandos se lanzaron cerro abajo y entraron a la ciudad. Nuestra columna penetró hasta la Plazuela de la Carne[2] y nos encontramos en un avispero. Cada casa era un fuerte que expulsaba un huracán de balas. Los techos planos protegidos con barricadas de sacos de arena estaban cubiertos de soldados que podían verter un fuego destructivo quedando ellos a salvo. Las ventanas con rejas de hierro vomitaban fuego y muerte. Continuamos corriendo, enloquecidos incapaces de seguir a nuestros enemigos ocultos, alcanzamos una plaza grande, “Plaza de la Capilla”[3] ¡con artillería de metralla sobre nosotros!...
Nos ocultamos bajo la protección de las paredes de la iglesia y pudimos escuchar la explosión de armas de fuego y disparos sobre la calle a nuestra diestra dándonos a entender la resistencia con la que se había topado nuestra otra columna. Los cirujanos que nos acompañaban se hicieron cargo de nuestros heridos, los de los mexicanos eran dispuestos con tranquilidad por aquellos colegas humanitarios, los rangers de Texas.
Reorganizándonos nos lanzamos alrededor de la iglesia y encontramos barricadas en las calles y el mismo fuego infernal fue vertido nuevamente sobre nosotros. Apurábamos el trabajo de defensa y los gritos salvajes llenaban la calle, los hombres caían a cada instante. Hacían falta salamandras[4] para aguantar el fuego que nos chamuscaba a cada paso. Nuestra carrera se transformó en caminata y nuestra caminata en una búsqueda general de refugio dentro de las puertas y pasajes. Me quedé unido a Walker, quien había ganado mi estima juvenil al dirigirme agradables y animosas palabras en el terrible ataque de la Loma de la Independencia[5]. Una docena de nosotros con el coronel Walker estábamos pegados a una puerta herméticamente cerrada, cuando se disparó un proyectil atravesándola desde dentro. Cayeron tres de los nuestros. Por orden del coronel, dos hombres con hachas talaron el fuerte tablón de roble. Se disparó otro proyectil al mismo tiempo que uno de los hombres soltó el hacha con un insulto, una bala le había roto el hueso del brazo. Walker ocupó su lugar y pronto la barrera cedió y nos apresuramos a entrar. Como ocho o diez hombres de aspecto rudo trataban de escapar por la parte trasera, pero fueron interceptados por un hombre. No se dio cuartel. En el cuarto trasero encontramos a varias mujeres y niños a quienes no molestamos. Nos arrojaron picos y palas así como algunas bombas de seis libras. Se forzó una casa en el otro lado de la calle y nuestros hombres pronto se pusieron a salvo.
Nuestra avanzada era ahora sistematizada. Un grupo compuesto por los mejores tiradores en el techo y así de igual a igual, se renovaba la lucha. El resto hacía huecos por las divisiones de sillar que fraccionaban las cuadras en casas, entonces una bomba liviana era lanzada al interior, seguida por una explosión, y así nos apurábamos y generalmente dejábamos de dos a seis greasers[6] muertos. Encontrábamos bastantes comestibles y vino en grandes cantidades y también una casa que era una pulquería o licorería. Para evitar que nos emborracháramos, el licor fue reportado como envenenado, aunque no nos dimos por vencidos de ese modo. Hacíamos que un greaser tomara de cada tipo de licor sin dañino efecto aparente, beberíamos mientras que el “catador” sería despachado por un golpe de sable. Cuando los mexicanos eran pocos usábamos un artillero escocés cuyo conocimiento de nuestro lenguaje era imperfecto ¡sabiendo que él no entendía por qué le ofrecíamos a él primero de beber! y porqué veíamos su reacción con tanta ansiedad. Pero el único efecto que aparecía era que el escocés caía muerto de borracho y el glorioso así-así.
¡Qué terrible es la guerra! Aquí estaba esta hermosa ciudad de unos 20 mil habitantes, con las mujeres más hermosas del mundo, a merced de una banda de indisciplinados, borrachos y enfurecidos atacantes…."
Diversas tropas mexicanas 1846 Irregulaire Mexicanishe Truppen. Fuente: New York Public Library Digital Gallery |
[1] CHAMBERLAIN, Samuel My Confession
[2] Hoy esquina de Juárez y Morelos
[3] Antigua Iglesia de la Purísima.
[4] Un ser mítico capaz de vivir en el fuego.
[5] Loma Larga
[6] Término despectivo que usaban los norteamericanos para referirse a los mexicanos.