Una Semana Siniestra en Monterrey, Agosto 21-28 de 1909.
Sábado 21 de Agosto
Eran como las 10 y media de la noche. Después de un largo día de
trabajo, el inspector de policía, Don Ignacio Morelos Zaragoza se retiraba a
descansar. Pensaba quizá en la tragedia ocurrida sólo dos semanas antes, en la
que él mismo había estado tratando de socorrer a sus compatriotas y cumplir su
deber.
– “¡Los pobres vecinos de San Luisito…!” – cavilaba – “cuando la naturaleza dice “aquí estoy” es mejor echarse a un lado….”
Pensaba que la imagen del Río Santa Catarina lleno, con sus rugientes y feroces corrientes de lado a lado, iba a permanecer en su memoria para el resto de su vida. Y hacía solo 15 días (el 7 de agosto) esas crueles aguas se habían desbordado matando a por lo menos unas 15 personas.
– "Pero la vida tiene que seguir y yo me voy a descansar…”
Perdido en estos pensamientos se encontraba nuestro buen inspector de policía de la ciudad, cuando llegaron a darle el aviso:
– “Se quema, se quema el palacio, mi coronel. La botica del León está en llamas”
– “¡Los pobres vecinos de San Luisito…!” – cavilaba – “cuando la naturaleza dice “aquí estoy” es mejor echarse a un lado….”
Pensaba que la imagen del Río Santa Catarina lleno, con sus rugientes y feroces corrientes de lado a lado, iba a permanecer en su memoria para el resto de su vida. Y hacía solo 15 días (el 7 de agosto) esas crueles aguas se habían desbordado matando a por lo menos unas 15 personas.
– "Pero la vida tiene que seguir y yo me voy a descansar…”
Perdido en estos pensamientos se encontraba nuestro buen inspector de policía de la ciudad, cuando llegaron a darle el aviso:
– “Se quema, se quema el palacio, mi coronel. La botica del León está en llamas”
La oficina del inspector de policía, situada en la Calle de San
Francisco, no se hallaba muy distante del lugar del incendio. Solo la separaban
unas tres cuadras y media. Pero con un fuego no se vacila.
– “No hay tiempo qué perder” – se dijo el inspector a sí mismo y subió a un carruaje. A toda velocidad llegó al lugar. Ya empezaba el ajetreo en aquel punto. El Cabo Diego Sáenz, y el gendarme Carlos Rivera, quienes habían sido los primeros que se percataron del incendio, habían visto las llamas asomarse por las ventanas de los pisos superiores de un inmueble de 4 pisos, propiedad de la empresa Bremer, situado se en la calle del Dr. Mier entre Escobedo y el callejón de Paras. Avisaron al velador de la Botica: Don Onofre Cantú. Y Éste, por su parte, dio aviso a Don Manuel Vela, que era el farmacéutico de guardia aquella funesta noche del sábado 21 de agosto de 1909.
– “No hay tiempo qué perder” – se dijo el inspector a sí mismo y subió a un carruaje. A toda velocidad llegó al lugar. Ya empezaba el ajetreo en aquel punto. El Cabo Diego Sáenz, y el gendarme Carlos Rivera, quienes habían sido los primeros que se percataron del incendio, habían visto las llamas asomarse por las ventanas de los pisos superiores de un inmueble de 4 pisos, propiedad de la empresa Bremer, situado se en la calle del Dr. Mier entre Escobedo y el callejón de Paras. Avisaron al velador de la Botica: Don Onofre Cantú. Y Éste, por su parte, dio aviso a Don Manuel Vela, que era el farmacéutico de guardia aquella funesta noche del sábado 21 de agosto de 1909.
Plano de la Cuadra incendiada en El Imparcial diario ilustrado de la mañana, 23-08-1909 |
El miedo invadía el alma de aquellos hombres. En el lapso de pocos años, habían presenciado en la ciudad los incendios
de dos teatros, de la casa de Carr., de la carrocería de Warden y de las
oficinas del periódico “Monterrey News”. Era como si hubiese caído una
maldición sobre la ciudad y el fuego, como un amante celoso, la visitara solo
para hacerle daño. Sin embargo, aún no sabían estos buenos hombres, que en esta
ocasión iba ser aún peor. Los anteriores incendios, comparados con éste, iban a
parecer tímidas luminarias públicas.
Quien más angustiado debió estar, era Don Manuel, el farmacéutico, pues
conocía el peligro inminente y la reacción de los elementos químicos en
contacto con el aire, el agua y, sobre todo, con el fuego. Aún más, estaba al
tanto de las cantidades de materiales químicos acumulados en el laboratorio y
las bodegas, los explosivos almacenados en el sótano. Conocía muy bien el
depósito de esa sustancia, relativamente nueva, llamada gasolina, la cantidad de litros que poseía de ella la
droguería y lo inflamable que era... No era el momento para amedrentarse. Junto
con el miedo se cerniría el valor y el sentido de la lealtad. Lo primero que debió
hacer, sin duda, fue dirigirse a las viviendas de los propietarios, por si no
se habían percatado aún de las llamas. Fue a dar aviso a Doña Julia Barrera, la esposa
de Don Roberto Bremer, a los demás miembros de la familia y a la servidumbre que
pudieran hallarse en su vivienda, situada
en el piso superior de la Botica del León, antiguo palacio de gobierno.
Efectivamente la familia Bremer y
la de Don Juan Reichmann vivían en el segundo piso de la Droguería. Pero,
hombres de negocios al fin, ninguno de los dos jefes de familia se encontraban
en casa en aquel momento. Don Roberto se hallaba en la Ciudad de México. Algún
periódico de la época informó que estaba ausente por problemas de salud.
Debió enterarse del siniestro por vía
telegráfica, del mismo modo que el Señor Reichmann, quien se hallaba en
Saltillo. Pero Doña Julia sí estaba en su hogar para presenciar, en
breve, la pérdida de su vivienda, del negocio familiar, de sus alhajas y de parte de sus bienes.
Don Roberto A. Bremer, su esposa Doña Julia Barrera Treviño de Bremer y familia c, 1921. Foto cortesía de Billy Bremer. |
Mientras unos daban aviso y ayudaban a la Señora de
Bremer a salir del inmueble, el inspector de la policía, Don Ignacio Morelos y
los gendarmes ingresaban al patio de la propiedad. Aquel patio era un lugar de
convergencia entre los edificios, especialmente entre los dos inmuebles de la
empresa Bremer. Al momento, Don Ignacio y los gendarmes, escucharon un
estallido y, tras él, todos quedaron completamente a oscuras en medio de aquel
patio y del inminente peligro pues desconocían el terreno. “El señor inspector de Policía logró al fin
encontrar la salida, y sin perder la calma, mandó traer una extinguidora, que
no pudo ser empleada, debido a la violencia con que aumentaba el fuego.”
Las llamas amenazaban avanzar muy rápidamente. ¿Pero qué las habría
provocado? Se preguntaban. ¿Sería un accidente o la obra de algún frenético
reyista queriendo perjudicar al General Treviño en la persona de sus
descendientes, como declaró más tarde un periódico? En ese momento era imposible saberlo. La verdad es que no había
un trasfondo político en la tragedia. Una vulgar chispa eléctrica, desprendida de un cableado defectuoso en el laboratorio químico, era la causante de aquel desastre.
La empresa Bremer y Cía., tenía, en aquel año de 1909, dos edificios
adjuntos (podemos decir que uno detrás del otro) en la manzana circundada por las
calles Padre Mier, Escobedo, Morelos y el callejón de Paras. Uno, había sido el
antiguo palacio de Gobierno que hacía esquina en Morelos y Escobedo. Según el
corresponsal del Diario de México, por el lado de Escobedo se encontraba la
Botica del León, y por el lado de Morelos, la Droguería Bremer. Pero es el
único de entre los reporteros de la época que señala esta diferencia. Todos los
demás las mencionan indistintamente o como sinónimos.
El otro edificio de la compañía Bremer era uno de 4 pisos, nuevo,
diseñado por el famoso arquitecto Alfredo Giles, cuya fachada daba hacia la
calle del Dr. Mier. Era en el 3º ó 4º piso de este último, en donde se situaba
el laboratorio de la Droguería, sobre la sucursal del establecimiento de “El Puerto de Liberpool”, que ocupaba
las dos primeras plantas. Este almacén cuya matriz se encontraba en Torreón,
comercializaba con ropa. En los periódicos se le llama “Cajón de Ropa”. Quizá
el hecho de encontrarse el laboratorio y el almacén de ropa en un mismo
edificio hayan provocado, además de la propagación acelerada del incendio, las
discrepancias entre los reporteros de la época. Algunos informaban que el
incendio se originó en la droguería y otros, que había dado inicio en el Cajón
de Ropa.
Después de aquella primera explosión, las llamas avanzaron agilizándose.
El fuego tenía prisa. Y el miedo comenzó a abrirse paso en el corazón de los
presentes. A la vez que convocó a la población curiosa. Y el pueblo
regiomontano se dio cita ante aquella desdicha.
Los materiales altamente inflamables utilizados en el laboratorio para
la elaboración de los medicamentos, debieron servir de rápido combustible y
eficaz alimento para las llamas que se transmitieron velozmente a los pisos
inferiores del edificio en donde los tejidos, telas y ropas fueron también
material propicio para incrementar el fuego.
Durante las noches del agosto regiomontano no suele soplar el viento. Es
más, parece que no hay ni aire y uno piensa que se va a ahogar. Pero en aquel
momento, a pesar de todo, aquello fue una bendición. Sólo una brisa ligera soplaba del Norte. Las llamas continuaron expandiéndose rápidamente hacia la Botica
del León y hacia la Ferretería Sanford. Ésta era un edificio de dos plantas. Y
al igual que el de la Botica del León, su segunda planta debió haber sido
vivienda de sus propietarios o de empleados de confianza. El señor John Bertrams Sanford, vicecónsul de
Gran Bretaña en Monterrey desde 1907, tampoco se encontraba allí al momento del
incendio. Estaba de viaje por la ciudad inglesa de Birminghan, a donde se le
comunicó de la desgracia por vía telegráfica.
Ya los empleados y encargados de todos los negocios de la cuadra habían
comenzado a sacar las mercancías para ponerlas a salvo y ayudaban, en cuanto
les era posible a contener el fuego. Especialmente en aquella ferretería, que
comercializaba con productos mineros y manejaba grandes cantidades de pólvora y
dinamita.
“Repentinamente comenzaron a
escucharse detonaciones sucesivas – escribe el corresponsal del Diario de
México - que en los primeros momentos
sembraron el más espantoso pánico, pues se supuso que sería la dinamita que se
sabía había almacenada en la ferretería Sanford, la que estaba y se presumía
con razón, que cuando menos una gran parte de la ciudad estaba en inminente
peligro de volar; pero afortunadamente el terrible explosivo había sido sacado
a tiempo. El temor del pueblo fue momentáneo, pues en efecto se repusieron del
primer espanto y con verdadero heroísmo volvieron a la faena de apagar el
fuego. Las detonaciones que habían escuchado, provenían de los tambores de
amoniaco que reventaban al contacto del fuego y de un depósito de gasolina”.
Por su parte muchos de los frascos con sustancias medicinales
de la estantería de la Botica explotaban al contacto con el fuego. Aquella
cantidad de “pequeños” estallidos tipo petardo parecía el simulacro de una batalla de guerra.
Y si como al rededor de las 10:00 pm había comenzó el fuego, a las once ya las llamas se expandían por casi
toda la manzana. Las continuas explosiones causadas por los materiales
inflamables y la gasolina provocaron la voracidad del fuego que llegó a
elevarse por “cientos de metros”. Era imposible aplacarlo.
Toda la ciudadanía estaba en vilo. Temblaba cada vez que irrumpía una
explosión. Aquella noche debió ser toda caótica. Se mandó llamar a los bomberos
de la cervecería Cuauhtémoc y los de las Fundiciones de Fierro y Acero, quienes
acudieron “todo lo violentamente que les
fue posible, instalando convenientemente los aparatos y mangueras”.
Carro de Bomberos. Fuente: 100 años de Bomberos en Nuevo León, Fénix Las consecuencias del Fuego |
Y mientras la mayoría de los civiles procuraban ayudar, el populacho
aprovechaba la coyuntura para apoderarse de cualquier objeto dejado atrás.
El Ingeniero Don Genaro Dávila dirigió las maniobras de los bomberos,
quienes estaban estrenando los materiales que se habían comprado después del
incendio del Teatro Juárez. El alcalde de la ciudad Don Pedro Martínez, ordenó
los trabajos de salvamento. “El Jefe del
día, Coronel D. Tomás Castro se presentó acompañado de su ayudante el Capitán
Miguel Ruiz Durán, al Jefe de la zona, General Don Gerónimo Treviño, quien le
ordenó que llevara todas las fuerzas federales a fin de cuidar las mercancías,
los libros, los muebles y objetos que se había logrado poner a salvo del
contacto directo del fuego y que encontraban tirados en el arroyo. Todas las
bocacalles de la mencionada manzana quedaron cerradas por los soldados, a fin
de evitar que la plebe se llevara los objetos que estaba allí abandonados”.
La ciudad estaba dominada por el caos, de tal manera que nadie debió
haber sabido cuando acababa un día y empezaba el otro.
Monterrey despedía aquel día entre sustos y explosiones. “una de las cuales – reportó el
corresponsal del diario El Imparcial
de la Ciudad de México – lanzó a gran altura, en el aire, una pieza de
maquinaria, que al caer rompió el techo y los pisos del edificio hasta llegar
al fondo. Estas explosiones hicieron elevarse las llamas a quinientos pies de
altura. Durante este tiempo, las llamas salieron por todas las ventanas del
lado de la calle del Dr. Mier, amenazando a los edificios situados en frente,
siendo el principal de ellos el ocupado por la compañía de Cilindros de Parras.
La atención fue dedicada, principalmente, a salvar la propiedad situada frente
al edificio incendiado. Corrientes de agua fueron echadas en los edificios y
debido al aire la parte Norte de la calle se salvó.”
Otra explosión increíble, o quizá otra versión de la misma, es narrada por el corresponsal de El Diario de México: “Cuando el fuego invadió la droguería,
estalló un tambor de ácido carbónico y la envoltura, volando con terrible
fuerza, saltó desde el segundo piso hasta unos cincuenta metros de altura,
volando por encima de las azoteas y yendo a caer en el edificio del Banco
Mercantil, situado en la esquina de Zaragoza y Morelos, donde agujeró dos
pisos, cayendo al tercero, donde se hundió, no sin antes lesionar al velador
Mariano Galván. EL porrón pesaba cuarenta y cinco kilos”.
Y así terminaba aquel día fatídico entre estallidos y confusión.
1 comentario:
Excelente información de primera mano los diarios y periódicos de la epoca. Felicidades
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