sábado, 2 de enero de 2016

Una Semana Siniestra en Monterrey, Agosto 21-28 de 1909 4/8 (Martes)

Martes 24 de Agosto de 1909

Las primeras en abrir los ojos aquel día, al igual que todos los días, fueron las madres de familia. Temprano, como siempre, salieron a la puerta de sus hogares escoba en mano. Barrieron la banqueta de la fachada de sus antiguas casas de sillares. Con una tina llena de agua y mucha energía, dejaban todo limpio y listo para recibir al sol del agosto regiomontano. En casa de las familias acaudaladas de Monterrey, esa labor la hacía la servidumbre. Pero era una costumbre generalizada, todas las calles debían quedar limpias. Aquel martes 24 de agosto de 1909 no fue la excepción. El calendario señalaba, en su santoral, la fiesta de San Bartolomé. Famosa en el mundo por sus malos augurios y célebres desventuras. Pero en Monterrey, el 24 de agosto, era más popular por ser el día que se le dice adiós a la canícula. Aquella mañana los ancianos sentían ya los cambios de temperatura en el aire, algunas molestias en las coyunturas por la humedad que se iba aproximando y una ligera brisa menos caliente cruzando por la atmósfera. 

 –  “Parece que va a llover”. Se escuchó decir a alguno de ellos.

Había en el barrio olor a pan y a chocolate, y en las cocinas, a tortillas de harina y chorizo. El pueblo se desperezaba con velocidad. Los jornaleros se encaminaban a sus puestos de trabajo como todos los días. Y un poco más tarde el sonido de los silbatos de las numerosas fábricas de la Ciudad anunciaría el inicio de la jornada laboral.


Los peones contratados para terminar de derribar las ruinas de los edificios recientemente incendiados estaban ya en sus puestos echando abajo sillares, ventanas y balcones. No les parece necesario esperar órdenes.  Aquel martes se continuó “durante todo el día con la demolición – escribió el corresponsal de El Diario De México – pero  ésta se ha hecho…de una manera tan torpe que es fácil que se perjudiquen las casas inmediatas y que ocurra alguna desgracia”.



Toma de la Calle de Padre Mier hacia el Oriente después del incendio. Hombres trabajando y recogiendo escombros. Al centro de la imagen se aprecia el edificio de 4 pisos propiedad de Bremer y Compañía. Fuente Fototeca del ITESM 

Por la tarde le llegó el turno a la fachada del más alto de los edificios de Monterrey. Tenía cuatro pisos y albergó a la negociación “El Puerto de Liverpool” y al Laboratorio de la Droguería Bremer. ¿Qué hicieron los trabajadores para echarlo abajo? No lo sé. El corresponsal del Diario no lo especifica. Sólo escribe: 
Circuló la versión de que cayó la fachada del Puerto de Liverpool, y habían quedado sepultados varios operarios, pero esto resultó inexacto. Cosa de veinte obreros estuvieron en gran peligro por falta de precauciones pues quedaron dentro de la zona de polvo que les asfixiaba por momentos. Sólo uno resultó lesionado en una mano”. Cuando cayó la fachada provocó tal estrépito que “atrajo una gran multitud que vino a aumentar la ya numerosa que ha permanecido en las bocacalles, presenciando las maniobras de salvamento de mercancías, pues hay que hacer notar que el fuego renace a cada momento entre los escombros”.
Todas las personas que habitan en las casas contiguas están temiendo que las chispas arrebatadas por el aire propaguen el fuego”.  Y es curioso notar que aún después de tres días “En el centro de la manzana se levanta una gruesa columna de humo amarillento” y “En ocasiones las llamas toman tal incremento que el vecindario se alarma, pues las casas vecinas están completamente amenazadas”.

Ardían, pues, los escombros de grandes empresas, pero los hombres de negocios de aquella época en Monterrey no eran gente que se dejara vencer por la adversidad.

Ese mismo martes la Botica del León tenía ya su “despacho por la calle Zaragoza” y había “reanudado sus ventas con las existencias que se salvaron”.

Por su parte, los Señores Sanford abrieron “un comercio en la misma calle del Doctor Mier con las existencias que tenían en su bodega de la estación”. Se situaron en el antiguo local de la “Función Mexicana de Tipos”-

Después de una jornada intensa de trabajo, se notaba ya el avance en la limpieza del área incendiada. Sólo quedaban en pié los edificios de las esquinas opuestas de la manzana. Uno era el hermoso edificio “La Reinera” diseñado por Alfred Giles para la compañía Hernández Hermanos Sucesores que se hallaba, y aún se encuentra, en la esquina nor-oriente de Morelos y el Callejón de Paras. Y el otro “sobreviviente” era un amplio inmueble que tenía varios usos, en la esquina sur-poniente de Padre Mier y Escobedo. Emplazada, en la misma esquina, estaba “La Bola de Oro”, almacén de abarrotes del Señor Emilio Martínez. Adjunto a aquella tienda, por el lado de Escobedo, despuntaba aún en pié, el Salón Fausto, en cuyos altos vivía la familia de Don Juan de la Garza. Algunas notas de periódicos indican que aquel inmueble también era propiedad de Don Emilio Martínez. Y anexo al Salón, que era a la vez cantina y restaurant, se hallaba un cinematógrafo. Parte de aquel predio era también, según los periódicos que dan cuenta del incendio, un negocio de Plomearía propiedad del Señor Izaguirre. Se ubicaba por la calle de Padre Mier.

Vista de la Calle Morelos hacia el Oriente unos años después del incendio. A mano izquierda en primer plano el Edificio del Banco de Nuevo León. Y hacia el fondo la Reinera y el nuevo edificio de la Droguería Bremer.
Algunos de los representantes de las casas aseguradoras llegaron ese martes para examinar los daños y las mercancías salvadas y hacer sus cálculos y ajustes. Así los seguros podían compensar a los asegurados. Indiscutiblemente, a simple vista, se podía obviar que el monto de las pérdidas excedía sobremanera a la suma asegurada por parte de los Señores Bremer y Sanford. Quienes, según el corresponsal de El Diario, estaban asegurados con la “London and Norwich Insurance” y su representante el Señor P. Q. Parke iba a examinar esa tarde las mercancías que se encontraban almacenadas en las casas del Doctor Treviño y de Don Pablo Buchard.

Empezó entonces a soplar el viento… anunciaba el norte que los ancianos habían pronosticado desde muy temprano. Las brazas entre los escombros se fueron avivando y como a las 8 de la noche el fuego ya era amenazante. Hubo necesidad de llamar nuevamente a los bomberos. Por suerte controlaron la situación sin mucha dificultad. Y para rematar la jornada,  cayó con estrépito la fachada de la ferretería Sanford. Quizá algunos jornaleros, los que vivían más alejados del centro, probablemente en el Barrio San Luisito, ya se habían marchado y quedaban sólo los que tenían sus casas más cerca. Pero la claridad se iba despidiendo y el trabajo se hacía más difícil. Fue imposible continuar. Al final la manzana en ruinas volvió a descansar del ruido de picos palas y bullicio de operarios.

Aquella noche, cuando todo el vecindario dormía, una suave brisa con olor a leña y carbón, sopló por todas las calles de Monterrey. Entre tanto, un huracán sin nombre, como un enorme león al asecho se cernía sobre las aguas del Golfo de México.






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