viernes, 10 de junio de 2016

Las Irreverencias del Mulato Lorenzo de León (Monterrey 1705)


Las Irreverencias del Mulato Lorenzo de León

Un pequeño cuento basado en hechos reales

Fue durante un domingo frío de invierno del año de 1705. La oscuridad de la noche no abrigaba a nadie, al contrario, dejaba expuestos a los inocentes, quienes celebraban la víspera de su fiesta. Acababa el día del Señor y, como muchos domingos, la chusma había bebido de más para olvidarse de la pobreza y también para calentar un poco la sangre y los huesos. Muchos vecinos y algunos forasteros, se habían recogido ya de sus diligencias en la plaza de armas, especialmente las muchachas y la gente decente. Pero no todos. Permanecían por allí vagando los borrachos y gente licenciosa. A las 8 de la noche las campanas, como cada noche, anunciaron, con un lúgubre tañer, la hora de las ánimas. Recordaban así, a todo buen cristiano, el deber de rezar por las benditas ánimas del purgatorio [1]
.

Doña María Conde se santiguó y mandó que sus hijas se persignaran…. Y comenzó el rezo:

-       Por la señal de la santa cruz…”

Las muchachas, con una mueca de resignación, continuaron la plegaria:

-       “…de nuestros enemigos, líbranos Señor….”

Durante el día y después de la Misa en la capilla de San Francisco Javier, como siempre, las doncellas junto con su madre, habían recorrido la calle real (que hoy llamamos Morelos) con rumbo oriente hacia la Plaza de Armas. En ella se encontraba la iglesia parroquial, cerrada por el deterioro y la amenaza de desplomarse. Pasearon entre las carpas instaladas a lo largo de la plaza por los pequeños vendedores que llegaban de vez en cuando de algunas Villas y poblaciones cercanas del reino. Los comerciantes vendían, compraban e intercambiaban sus bienes. Estaban allí quienes comerciaban con pieles y aparejos para caballos; los que vendían quesos de cabra de los numerosos rebaños que pacían por el reino; algún panadero con molletes a los que deben su herencia nuestra actual repostería regional con sus panes de centeno y trigo, semitas y turcos, etc. No debieron faltar el carnicero con su aspecto sanguinario y salvaje, en una atmósfera oscura de moscas y el vendedor de aves que llevaba su mercancía en las espaldas en una especie de jaula de tres compartimientos  (el inferior para las gallinas y otras aves, el central para los huevos y el superior para alguna verdura o vianda).   Y en otra carpa el charcutero con cierta variedad de embutidos y cecinas, machaca o carne seca, chorizos. Se daban cita en la plaza los comerciantes de ropa, sombreros, sogas, canastas, nueces y semillas, frutas, etc. Sin faltar el aguador y el pulquero con su aguamiel… producto ancestral del maguey mexicano.

Después de recorrer la plaza y comprar algunas frutas. María Conde y sus hijas, volvieron a casa. Como siempre, comieron y durmieron la siesta. Y al despertar, sólo las muchachas salieron de nuevo a la plaza, para matar el tiempo aletargado y polvoriento de comienzos del siglo XVIII. A aquel año le quedaban sólo unos cuantos días para finalizar. Estos paseos por la plaza eran la oportunidad para conocer y ser conocidas por algún buen partido con el cual y mientras más pronto mejor, pudiesen contraer matrimonio. 

Todo parecía estar en orden. Ese domingo, la vida había transcurrido sin sobresaltos. No se habían tenido noticias de recientes ataques de los “indios bárbaros”. Al menos no en las Villas cercanas a la ciudad de Monterrey. Nadie esperaba sustos mayores y menos durante la semana de navidad. 

Las jóvenes hijas de María Conde, aquel día, no conocieron a sus futuros esposos. Sin embargo, había en la plaza un hombre joven. Un mulato. Libre, pero con el estigma de pertenecer a una “casta inferior” sólo por el hecho de tener la piel un poco más oscura que la de los vecinos principales de la ciudad. ¿Habría sido esclavo unos años antes? ¿Sus amos lo habrían liberado? ¿O era el hijo legítimo o bastardo de un influyente español y había nacido libre? Yo no sé decirlo. Se llamaba Lorenzo de León. Pero, si en aquella época, la “pureza de sangre” era de vital trascendencia ¿cómo es posible que un mulato portase un apellido de tanta alcurnia en el reino? Tampoco sé decirlo… De León era quizá el apellido de su padrino o el de su antiguo amo, o el de sus padres esclavos de algún Caballero con aquel apellido. ¿Quién pudiera decirlo?   El caso es que este Lorenzo, originario de Querétaro, conocía a las hijas de María Conde, pues, aunque ahora vivían en Monterrey, en la calle de San Francisco, muy cerca del Convento, su madre era antes vecina, como él mismo, de la Villa de San Juan de Cadereyta.

Cuando sonaron las campanas del Convento llamando a la oración de las ánimas, y la noche, oscura y fría, llenaba cada rincón de la casa, Doña María Conde cayó en la cuenta de que Catarina, su hija, no estaba junto a las demás para persignarse y rezar la breve oración. Se hallaba, en cambio, en el zaguán conversando con Lorenzo.

-       Le he dicho a esta muchacha tantas veces que no debería darle confianzas a ese Lorenzo” – pensaba.

Y al instante oyó unas voces altisonantes.

-       Vine a raptarte” – Le  decía Lorenzo a Catarína – “tu madre nunca nos dejará casar”. “Si no eres mía no serás de nadie”.

La muchacha entró en pánico y comenzó a gritar.

Todas corrieron hacia el Zaguán. Y allí vieron a Lorenzo borracho, forcejeando y aporreando a Catarina, mientras que en la mano derecha empuñaba un cuchillo.

-       no le pegues a mi muchacha, sinvergüenza”  – gritó la madre.

Y se arrojó, como pudo, a tratar de separar al agresor de su hija.

-       Suéltala Lorenzo, por favor”.  – imploraba la madre.

Pero  la borrachera del hombre le imprimía cierta “agilidad” a las manos y mucha desinhibición a la lengua. Entonces la madre tomó el puesto de la hija. Ahora era ella la aporreada.

El único barón de la familia en aquella escena era un muchacho de apenas 8 o 10 años. Se llamaba Juan Francisco y, al ver que el borracho maltrataba a su madre, salió corriendo a pedir auxilio. A unos cuantos metros de la casa se hallaba el convento de la ciudad. El muchacho se apresuró a entrar como pudo al claustro para pedir ayuda a su Padre Guardián: Fray Luis.Camacho.

Fray Luis era un “Religioso de prendas amables, y muy amante de los Indios, a quien ellos querían y amaban[2] En aquel momento debió tener unos 60 años[3]. Provenía de la provincia de Zacatecas y había desempeñado su labor evangélica entre los indios en varias misiones del Noreste Mexicano. Entre ellas la Misión de San Antonio de los Llanos (Hidalgo, Tamaulipas) al finalizar la década de 1680. Y la de Santa María del Rio Blanco (Hoy Aramberri, NL). Allí  “en poco más de dos años, trabajó y adelantó mucho, así en la administración y doctrina de sus feligreses, como en el adorno y fábrica de su templo y culto divino”[4]

Desde 1696 era doctrinero en el Convento de San Andrés de Monterrey[5]. Y por lo menos desde 1701 también su Guardián.[6].

Calle e Iglesia de San Francisco, Monterrey, NL.

Aquella noche, el buen monje, se disponía a descansar en su sosegada celda iluminada por la tímida llama de una vela que se hallaba sobre una mesita de madera.  En ella reposa un breviario y en el severo muro de cantera cuelga un crucifijo. Aquellas eran sus únicas pertenencias. Resonaba en el alma de Fray Luis la oración a San Juan rezada durante la liturgia aquella tarde: 

-       qui supra pectus Domini in coena recubit: beatus Apóstolus, cui revelata sunt secreta caelestia.”

Y, al igual que el apóstol, quería aquella noche descansar en el pecho de su Señor, aunque no tuviese la santidad de Juan como para que le fuesen revelados los secretos del cielo.

Definitivamente, los afanes de aquella jornada no habían terminado. En ese momento escuchó a lo lejos los gritos del pequeño Juan Francisco:

-       Padre Luis, padre Luis. ¡Que matan a mi madre!” – gritaba el pobre muchacho asustado sin poder hilar otra frase coherente. 

Lo reconoció enseguida. Era el hijo de sus vecinos y compadres. No había tiempo que perder. – ¿será algún indio bárbaro que se ha revelado?  – fue lo primero que pensó y salió enseguida a la casa del muchacho que estaba, como dije antes, a unos pasos del convento. Y llegó enseguida. Vio la escena e inmediatamente se percató de lo que sucedía. Aunque ya Lorenzo se hallaba sentado, continuaba con su cuchillo desenvainado lanzando imprecaciones y amenazas a las mujeres. Especialmente a su amada Catarina.

Fray Luis conocía bien a Lorenzo de León del tiempo en que estuvo misionando en la Villa de Cadereyta de la que había sido durante algún tiempo su presidente. Sabía de su arrojo y que era un aventurero temerario y rudo. Peligroso, aún más, borracho como estaba. En Cadereyta lo había visto y tratado algunas veces siendo más joven. Como todos los demás buenos cristianos de la Villa, le besaba el hábito a modo de saludo y como un signo de reverencia y respeto. En esta ocasión, Lorenzo no besó el hábito del monje, al contrario, le dio un jalón y dijo:

-       Téngase Padre, que hoy se ha de acabar todo”.

La silueta del clérigo iluminada por una pequeña lámpara de aceite, era, en la mente de Lorenzo, la de un espectro cruel que llegaba a interrumpir el gran proyecto de su vida: unirse por fin a su prenda amada. En ese momento, un minúsculo haz de luz  se abrió camino entre las sombras rebotando en la desnuda daga del miserable rufián. El monje advirtió la daga y retrocedió al instante al mismo tiempo que intentaba liberarse del agresor. Difícil faena, pues el puño de Lorenzo era lo bastante fuerte para, con un solo golpe, dejar sin aliento a cualquiera.  Pero en ese momento, la condición alcohólica de Lorenzo fue una aliada del reverendo y, aunque la daga zigzagueaba por el aire, aquello parecía más bien una comedia de bufones, que una tragedia. En el fondo, Lorenzo no quería herir a nadie y menos al buen fraile. Estaba enamorado de Catarina y era lo único que le interesaba. Pero el alcohol le nublaba una y otra vez el raciocinio.

Esquivando la daga del bravucón, el Padre Luis, iba retrocediendo lentamente. Por fin el sacerdote tropezó con una piedra de la calle de San Francisco y cayó al piso y tras él, por otro lado, colapsó el borracho. El tropiezo y la caída, fueron, a fin de cuentas, los eventos que solucionaron el problema. El Padre se vio libre del agresor y pudo regresar apurado a su convento. Por su parte las mujeres, espectadoras desde el umbral de la puerta de su casa, entraron a toda prisa cerrando, tras ellas, el gran portón con una cadena de hierro y un cerrojo oxidados. 

Cuando Lorenzo logró ponerse en pie, como con un torbellino en la mente, caminó entre las tinieblas hacia el oeste por la carretera que salía hacia Saltillo. La luna, en cuarto creciente, se asomaba, con timidez ruborizada tras espesas nubes invernales.

A la mañana siguiente, Monterrey amaneció siendo el mismo pequeño infierno grande. No era una broma del día de los inocentes el decir que la noche anterior habían tratado de matar al Guardián del Convento. Al doctrinero de los indios. Todos habían oído hablar del incidente, como si el viento frío de aquella mañana hubiese sacado a pasear por los cuatro puntos cardinales de la ciudad el cuento de las irreverencias del Mulato Lorenzo.

Pero el viento solo, no levanta quejas judiciales ni denuncia delitos. Alguien de carne y hueso se presentó en el juzgado eclesiástico y contó los hechos como le habían llegado a sus oídos o quizá como los vieron sus ojos.  Y comenzó la pesquisa. El juez eclesiástico, en aquellos años, era Don Jerónimo López Prieto, quien se dio a la tarea de investigar el hecho para ponerle justa solución. En un solo día, se dirigió a la casa de Doña María Conde y más tarde al Convento para tomar declaraciones de los involucrados y declaró sentencia. De Lorenzo nadie sabía dar razón.

En el incidente nadie resultó herido. Sin embargo, el hecho de agredir a un clérigo, era un delito muy grave. No importaba si Lorenzo lo sabía o no. Se había labrado su destino: la excomunión de la Iglesia Católica. Y no era necesario, siquiera, esperar la sentencia del Obispo, el mismo juez eclesiástico podía dictarla. No era un fallo reservado al Ordinario. 

Don Gerónimo López Prieto, cura, vicario y juez eclesiástico, conocía bien la ley y el derecho. Era un hombre trabajador y preocupado por su ciudad y por el desarrollo de la educación en Monterrey. Daba impulso, en aquellos años, a la construcción del seminario y a la del primer colegio de educación superior que existió en el Norte de México. Para él estaba claro que Lorenzo había incurrido en una falta grave contra el “Privilegium canonis” Es decir contra el privilegio poseído por los sacerdotes  por su investidura. El juez recordaba claramente el apartado pertinente del derecho canónico, que a la letra señalaba:

Si quis, suadente diabolo in clericum, vel monacum violentas manus iniercerit, anathematis vinculo subiaceat”.

¿Y qué duda cabía de que Lorenzo había sido persuadido por el mismísimo demonio a ponerle las manos encima de manera tan violenta al buen Fray Luis? El Juez eclesiástico dictó la sentencia al secretario:

-       Anathema Sit”. “Quedará excomulgado de la Iglesia. Y no hay nada más que decir.”

En su casa, las hijas de María Conde, especialmente Catarina, se sentían apenadas por Lorenzo. Pero esta vez había ido demasiado lejos. Definitivamente no era un hombre en sus cabales.

-       “¿Qué habrá sido de él?” – Pensaban – ¿Habrá vuelto a Cadereyta? ¿O se marchó definitivamente del Reino?

Esos eran solo pensamientos que cruzaban por la mente de las doncellas. Su madre les había prohibido hablar de lo sucedido. Eran ya bastante vergonzosos los comentarios de los vecinos y parecía mejor olvidar todo lo referente a aquel hecho. Las muchachas reanudaron su vida y actividades acostumbradas: tejer, bordar, hilar y otros “oficios propios de su género”.

El siguiente jueves era también día último de aquel año. Al oscurecer, sonaron las campanas del Convento convocando a la misa de gallo y hacia allá se dirigió el pueblo devoto de Monterrey. En el portón del Templo de Nuestro Padre San Francisco se exhibía un rótulo. Catarina atravesó aquel portón acompañada de su madre y hermanas. Todas observaron el rótulo con un aviso escrito en letras grandes y claras,  pero ninguna de ellas lo leyó. Ninguna, al igual que la mayoría de los pobladores del Reino, sabía leer. Esquivaron la mirada de aquel pliego y se introdujeron a toda prisa en el templo, como queriendo apartar cualquier amenaza que proviniese del rótulo cuyo dictamen era:

“A  todos los fieles Christianos tengan por público descomulgado a Lorenzo de León mulato libre Natural de la Cuydad de Santiago de Queretaro y vesino de la Villa de San Juan de Cadereyta de esta jurisdisión y ninguna persona sea osado a quitar, tildar ni borrar este rotulo pena de descomunion mayor”[7]






[1] Advertencia: Los acontecimientos de este relato están tomados de unas actas que se encuentran en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara.  Los nombres de los personajes son reales, excepto el de Catarina y Juan Francisco que me inventé para facilitar el relato. El hecho de la excomunión de Lorenzo y las fechas son también históricos, no así la trama “novelesca”. Al menos no en su totalidad. Los documentos originales se pueden consultar on line aquí: "México, Jalisco, registros parroquiales, 1590-1979," database with images, FamilySearch (https://familysearch.org/pal:/MM9.3.1/TH-1-18377-17458-17?cc=1874591  : accessed 26 May 2016), Guadalajara > Diócesis de Guadalajara > Matrimonios 1700-1705 > image 576 of 625; parroquias Católicas, Jalisco (Catholic Church parishes, Jalisco). Tengo que agradecer a Claudia Reynoso, pues descubrí hace algunos años estas interesantes actas gracias a su valiosísima página Web: GUADALAJARA DISPENSAS http://www.guadalajaradispensas.com/ y a Mario Navarrete por permitirme utilizar la imagen de la Iglesia de San Francisco que encabeza este cuento.
[2] Cfr. DEL HOYO, Eugenio Un Capítulo desconocido de la obra de Don Fernando Sánchez de Zamora en Humanitas Anuario del Centro de estudios Humanísticos de la UANL Vol 5 No R 1964 p. 406,
[3] Cfr. CAVAZOS G., Israel. El Nuevo Reino de León y Monterrey: a través de 3,000 documentos (en síntesis) del Ramo Civil del Archivo Municipal de la ciudad, 1598-1705 Monterrey 1998 pp. 398 y 421
[4] GARCIA, Genaro Documentos inéditos o muy raros para la Historia de México publicados por Genaro García Tomo XXV Historia deNuevo León con noticias sobre Coahuila, Tejas y Nuevo México por el Capitán Alonso de León, un autor anónimo y el General Fernando Sánchez de Zamora, México Librería de la Vda de Ch. Bouret 1909 p. 378.
[5] CAVAZOS G., Israel. El Nuevo Reino de León y Monterrey: a través de 3,000 documentos (en síntesis) del Ramo Civil del Archivo Municipal de la ciudad, 1598-1705 Monterrey 1998 p. 344.
[6] CAVAZOS G., Israel Catálogo y Síntesis de los Protocolos del Archivo Municipal de Monterrey 1700-1725 UANL Centro de Estudios Humanísticos, Monterrey 1973 939). VII, fol.939). VII, fol. 150, no. 73
[7] "México, Jalisco, registros parroquiales, 1590-1979," database with images, FamilySearch (https://familysearch.org/pal:/MM9.3.1/TH-1-18377-17500-48?cc=1874591  : accessed 26 May 2016), Guadalajara > Diócesis de Guadalajara > Matrimonios 1700-1705 > image 580 of 625; parroquias Católicas, Jalisco (Catholic Church parishes, Jalisco).

2 comentarios:

Fando dijo...

Excelente narrativa querido Jorge Elías...Lo más interesante es que el lector nunca
pierde la referencia de que estamos a principios del siglo XVIII en el Nuevo Reino de León por las acciones de los personajes, usos y costumbres....¡Felicidades!

Jorge Elías dijo...

Gracias Fando,
Me motiva mucho tu comentario. Un Saludo.

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